lunes, 31 de octubre de 2011

EL SONIDO


“El corazón se le pondría en marcha, en un vals, oiría valsear su corazón, trabum la la la, trabum la, la ,la, re mi fa do pan, pan”.

Samuel Beckett

El andar estridente del reloj perturba tanto o más que el goteo de una llave mal cerrada: un ritmo lento, desesperante, ostentoso que se amplifica cuando el silencio es más penetrante aún que el desaliento.

No hay atmósfera alguna que se libre del tono oscuro y melódico de una boca que no sabe cuándo callar, en esa indiscreción hay una entonación lenta dominada por el sonido de una voz hueca que explora en las letras y la música, la soledad, el extravío, la carencia y el deseo.

En un cerrar duradero de ojos empieza a sonar hasta la sangre que corre por las venas y es posible sentir su ritmo acompasado con la respiración que modula su cadencia según la agitación que el aire provoque en el deleite de un recorrido como en el que Laurie Anderson explora diversos campos que van desde la música hasta los medios audiovisuales, su juego de sonidos y su narrativa están inmersos en una vorágine tecnológica de exploración inacabable.

Crear un atractivo y seductor susurro para el oyente no es un incentivo, pero si lo es el aprehender a identificar el momento oportuno de cerrar la boca o de abrirla; tartamudear es el punto de partida hacia una mudez entrecortada, a la incertidumbre sin argumento y al vaivén del hablar.

La voz y los conejos de Cortázar provienen del mismo origen, de ahí la intensidad firme y lánguida con la que el canto manifiesta su sagacidades y su conexión con la sensibilidad de quien buscara (con o sin éxito) en la música el lenguaje apropiado para develar percepciones.

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