lunes, 21 de mayo de 2012


PONTIFICIA UNIVERSIDAD CATÓLICA DEL ECUADOR
TRABAJO DE DISERTACIÓN
“LA CRISIS PERSONAL COMO POTENCIADORA DE UN LENGUAJE EXPRESIVO QUE VINCULA A LA IMAGEN, AL SONIDO Y A TEXTO”

Quito, jueves 15 de febrero de 2007

INTRODUCCIÓN

Alfredo Breilh, Gonzalo Jaramillo, Natalia Sierra y todos quienes le han dado importancia a este evento y me acompañan:

Tengo claro que iniciar una disertación de la manera que lo voy a hacer puede significar tal vez un atrevimiento, pero sin duda es también una necesidad ontológica, todo lo que se pondrá en escena a partir de este momento y a los largo de los próximos minutos pretende ser entendido pero no sólo de una manera lógica sino también de una manera sensible…

“In my hands a legacy of memories

I can hear you say my name

I can almost see your smile

Feel the warmth of your embrace

But there is nothing but silence now

Around the one I loved

Is this our farewell?
Sweet darling you worry too much,
My child sees the sadness in your eyes

You are not alone in life 

Although you might think
That you are”


Si es cierto que el sonido tiene la facultad de introducirse en el cuerpo y alojarse en él, entonces el fragmento que canté para ustedes podrá tener algún sentido, esta canción gótica que le pertenece a la voz irrompible de Sharon den Abel ha sido, para mí, causante de muchas rupturas que son también parte de la crisis de la que vamos a hablar hoy.

“La crisis personal como potenciadora de un lenguaje expresivo que vincula a la imagen al sonido y al texto” es el tema del trabajo de disertación que les presento.


DISERTACIÓN

Hay un recorrido cronológico que inicia incluso antes de que el lazo umbilical sea cortado. Aquel cordón que conecta al ser con el mundo de repente se encuentra mutilado, podrido, caído.

Ese vínculo que enlaza las presencias del yo y del otro es brutalmente amputado, sin embargo, la existencia de ambos es irreductible.

¿Cómo logra el ser advertir aquella presencia ajena, y más aún… cómo logra convivir con ella? De ahí un ser aturdido, desbastado, resquebrajado, que no sólo debe asumir su propia existencia, sino que además debe admitir la ardua y la no-fácil “presencia del otro”.

A veces nos embarcamos en el intento de entender lo que no tiene lógica, no hay lenguaje alguno que pueda descifrar exactamente un sentir, un sentir que no se puede traducir en palabras, ni en imágenes, ni en canciones… buscamos respuestas pero tal vez no hay para qué hallarlas.

Aquí se plantea a la mutabilidad y la incertidumbre como lo único constante y es esa duda permanente un motor, un laberinto, y por lo tanto un recorrido en el cual perderse, y es que tal vez lo que se busca no está tan lejos de uno mismo, pero hurgarse por dentro tampoco es una tarea fácil.

De ese estar perdido viene la crisis, una angustia penetrante, el temor al vacío en medio del pecho, la incertidumbre del instante mismo, el cuerpo con su sensibilidad a flor de piel, con los poros abiertos para sudar de ansiedad, de calor, de añoranza. ¿Entonces para qué entenderlo todo metódicamente, racionalmente?

Gadamer dice que somos entes lúdicos, pero también somos seres emocionales, somos la chuspa por donde se filtra el mundo y el mundo no se puede procesar sólo vía cerebro, para eso tenemos piel, sensibilidad, tacto…

El tiempo, el del reloj, va marcando compases distintos a los de la sangre en el cuerpo; ambos, reloj y sangre son hallados en esta investigación como los metrónomos del tiempo: “el tiempo midiéndose a sí mismo”. La sangre marca un ritmo, el respirar marca otro ritmo, el andar, el parpadear, igual que el segundero, pero con velocidades distintas y también con intensidades diferentes, todo a la vez; y mientras tanto el clima aumenta sus grados cuando más “yos” y más “otros” se acumulan, demasiados ritmos, sin ritmo, vaivenes sin a dónde ir ni de dónde venir, respiraciones confusas, inhalaciones de ruido, exhalaciones de dudas.

Se ingiere café, se expele olor a niña.

¿Adónde se van las certezas que uno ha tenido? Ejemplo: cuando se espera que al volver a casa la familia esté completa, y cada vez quedamos menos, pero eso sí, los que quedamos desdoblamos la crudeza de poder comer en la noche con calma mientras vemos por la ventana un mundo abrumador, mientras lo que sucede durante el día ya nos muestra una realidad violenta compulsiva, inhumana… entonces, me pregunto: -¿habrá que leer los “Cien años de soledad” o nos tocará vivirlos?, el realismo mágico no es sólo un refugio o una evasión, como lo pensaban quienes criticaban a Borges y a Cortazar, que fueron creadores de este género literario, a veces parece que el realismo mágico fuera la única posibilidad.

¿Adónde se fueron los dioses en los que me enseñaron a creer, las oraciones antes de dormir, la vereda por donde uno caminaba siempre, las muñecas con las que nunca quise jugar, el amor en el que antes creía, el mundo en el que vivía cuando no había temor a lo que vendrá? y ahora se encuentra todo rasguñado, mal herido, pero esta vez con el desconsuelo de no haber marcha atrás.

Las tristezas solas, las sábanas pegadas, los muertos que dejan su muerte en mis brazos, los que mueren de a poco cada noche, los que vivimos sin saber si es cierto, creyendo a veces que sí.

Pero la crisis jamás podría ser insípida, al contrario, llega a tal extremo de ser amarga que se vuelve dulce.

En esa crisis el yo se ahoga en la pretensión de interactuar con el otro, pero el ser es social, aunque a veces prefiriera no serlo, y esa aceptación del otro como distinto e igual es la única posibilidad de aceptar al yo propio.

Un narciso que ya no busca su reflejo en el charco de agua, sino en el brillo de la mirada que le dirige un otro ajeno, que al estar fuera le permite ser, sustentando aquella hipótesis de su propia existencia. “Otro, luego existo” es lo que dice Freddy Álvarez.

Y está ahí otro formando al yo, cual un Doctor Frankenstein que construye con pedazos de materia muerta un ser que posee los fragmentos que son el vestigio de los otros que aún en su podredumbre protagonizan la construcción de aquel cuya hechura depende de las piezas que lo integran y cada fracción necesita de otra para conformar la irregular estructura de un ser armado pieza por pieza.

Y no resulta monstruoso ser mil piezas y una sola, o ser parte de todo y de nada, la posibilidad de cambio y la inestabilidad es la incitación a una reconstrucción auténtica e inagotable, es la posibilidad de reafirmar o desdibujar lo que en un abrir y cerrar de ojos puede llegar el individuo a ser o no ser.

Esta construcción es un rompecabezas, un juego de paciencia, donde unir una pieza con otra es una responsabilidad auténtica de entrelazar un tejido que forma un todo de elementos varios.

Estamos construyendo un yo, el yo está permitiendo que lo construyan, el yo se construye. Pensar que mis retazos se unen, me forman, me construyen, me constituyen.

Las Artes Plásticas, la Música, la Literatura: 3 mundos infinitos, absolutamente sublimes, le otorgan a esta crisis una posibilidad fecunda de romper el muro invisible de distancias y obstáculos.

Lo que no se puede decir intenta ser dicho mediante un lenguaje híbrido, atravesado por la imagen, el sonido y el texto que vienen a constituirse en unidades significantes que se eslabonan, con niveles de protagonismo distintos, pero cada una con inagotable sensibilidad.

Leer el silencio y descubrir que suena más sórdido aún que un acercamiento al otro interrumpido, deja saber que no es imposible volver a intentar una interacción, y es evidente, ahora, después de un proceso complicado, que también es inacabable, que el tesoro del aporte de aquel brillo de mirada ajena puede, incluso en esta época de crisis, ser rotundamente enriquecedor, y es así que la “Cartografía de pies a cabeza” que propongo como producto artístico fruto de la investigación, tiene el aporte ya no de un recorrido introspectivo o de una mirada subjetiva al referente más cercano (yo), sino de un recorrido más sinuoso aún, un recorrido acompañado, en que la huellas de quienes se involucraron están marcadas, con rastros de lo poético, lo plástico, lo musical, lo lúdico, lo sombrío, lo fragmentario, lo íntimo, lo sensible.

El aporte que Diego Arias, Gabriela Santander y Cristóbal Zapata le han dado a mi cartografía tampoco puede traducirse en palabras. El lenguaje es complicado y a veces insuficiente.

Y finalmente acogiendo a Shei Shonagon cuando enlista lo sublime en su “Pillow book”, pretendo hacer un inventario de los aprehendizajes más importantes que he obtenido en este proceso de investigación, al que podría llamar además “proceso de encantamiento”, cuando el fruto de un trabajo académico “culmina” (entre comillas por lo inacabable que puede llegar a ser) entretejiendo una vivencia personal de un valor que no se mide sobre 30 puntos:

He aprehendido a escuchar, a no tener razón, a tolerar lo que es distinto a lo que busco, a aceptar asertivamente una situación, a no responder con gritos, a respirar con calma, a esperar por alguien más de 3 minutos, a no huir de otras presencias, a aceptar la ayuda de otros, a necesitar de otros y no recriminarme por eso, a prestar mi lápiz para que me ayuden a escribir, a dejar que otros rayen mi papel, a esperar mucho más de los demás, a no bailar sola, a esperar que al compartir esto con ustedes, abriendo mi ser de par en par, lo que se pueda hallar sea un aporte, el que ofrezco con honestidad como estudiante de la carrera de artes y como ser humano.


“Cartografía de pies a cabeza”

Aquí intento zambullirme en la humedad de un cuerpo: mientras su sequedad me asfixia voy hundiéndome en una piel que palidece.

Doy inicio colocando una lágrima en el humo del volcán, así mi tristeza se expandirá por el mundo.

No habrá respuesta a la mordida en un cuello adormecido que no siente el cosquilleo de una caricia, por eso empezaré de mayor a menor por los dedos de los pies. Un cuento leído jamás o un poema de versos cruzados que no empatan con nada; una voz afónica que no entona más que susurros ininteligibles.

El azúcar pretende endulzar un café que se rehúsa a ser ultrajado, más allá del tiempo que el agua tarde en hervir o la boca en sorber la temperatura alta de las escenas de cercanía. Está tendida en la cama la misma cobija desgastada donde los conejos ninguna vez vomitados y los te quieros nunca dichos fueron acogidos con tristeza; las obras no realizadas, las palabras no pronunciadas, frases que fueron escritas en el aire y no en un papel, un desfile de mentiras, un piano sin sus teclas negras, sin sus medios tiempos, los tobillos torcidos, los pasos mal dados… mi propia caligrafía.

-¿Cuándo vas a salir del monitor?... te espero en mi silla- me dijo por escrito (aún no he podido llegar).

Mil vocablos sin tibia voz que otorgue significaciones a los discursos, con un tiempo inconstante de nomenclaturas inversas, un segundero de nombres impropios, minutos de pactos hablados, el maquillaje de la humedad sin rocío, decepciones por llevar a cabo, pantorrillas arrancadas, muslos apretados, secreciones de distinta consistencia, la frase de un léxico compuesto sin poética, un sudor sin piel que madura arrullando una fiesta de articulaciones vanas, de coyuntura absurda; el muestrario de una colección que pinta con los dedos (de la mano) el repertorio cantado que produce hastío y brusquedad en lugar de placer, más tarde pugna el riesgo de andar por la vida despojada de quereres, con las rodillas desgastadas y los muslos fatuos, componiendo con sustancias propias del cuerpo el aislamiento de cada asunto interior entre caricias y pudores.

Shhh… el tiempo vuela.

Seiscientas nueve palabras tiene el mensaje que no quiero decir de la misma manera, y me obsesiono sesenta y un veces por minuto, tomo trece tazas de café al día, pero mi texto sigue fragmentado, partido y manoseado tres veces más; como las cánulas que al escribir una historia componen miles de ellas, como piezas del mismo rompecabezas que no supe armar, como el trayecto del mismo laberinto en el que me hallo perdida; basta con apretar un botón.

Un abrazo parido sin dolor, impresiones en serie, el afecto al roce del tacto, el ombligo tiene un toque de dureza y desapego. El camino perdió su senda, se fue por un simple atajo. El cruce del carril tiene un pasaje de andanza y un vagabundeo a ritmo de trote. La cuesta se baja rodando en un escurrido desentierro del vientre. Los pechos llevan entre sí al agujero del vacío; se ha barrido la travesía y desempolvado las madejas, el carrete de mi ovillo enrollado sin bobina es mi cuerda, mi tendón, mi cordón.

La ansiedad de la caricia despertó una agitada sensibilidad en la piel del cuello, a tal punto que el rostro abrió sus fauces. Debe haber un escenario para cada delirio, y un desatino para cada espacio. Desatinos, delirios, espacios y escenarios. Necesito un tiempo que invierta su propia acción y un estruendoso silencio para sentirme rumorar desde adentro, para beber las palabras y con los ojos cerrados escuchar aquella voz: aletargada, entorpecida, desvanecida, indolente y mía.


Vanessa Padilla

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