PONTIFICIA UNIVERSIDAD CATÓLICA DEL ECUADOR
TRABAJO DE DISERTACIÓN
“LA CRISIS PERSONAL COMO POTENCIADORA DE UN LENGUAJE
EXPRESIVO QUE VINCULA A LA IMAGEN, AL SONIDO Y A TEXTO”
Quito, jueves 15
de febrero de 2007
INTRODUCCIÓN
Alfredo Breilh,
Gonzalo Jaramillo, Natalia Sierra y todos quienes le han dado importancia a
este evento y me acompañan:
Tengo claro que
iniciar una disertación de la manera que lo voy a hacer puede significar tal
vez un atrevimiento, pero sin duda es también una necesidad ontológica, todo lo
que se pondrá en escena a partir de este momento y a los largo de los próximos
minutos pretende ser entendido pero no sólo de una manera lógica sino también
de una manera sensible…
“In my hands a legacy of memories
I can hear you say my name
I can almost see your smile
Feel the warmth of your embrace
But there is nothing but silence now
Around the one I loved
Is this our farewell?
Sweet darling you worry too much,
My child sees the sadness in your eyes
You are not alone in life
Although you might think
That you are”
Si es cierto que
el sonido tiene la facultad de introducirse en el cuerpo y alojarse en él,
entonces el fragmento que canté para ustedes podrá tener algún sentido, esta
canción gótica que le pertenece a la voz irrompible de Sharon den Abel ha sido,
para mí, causante de muchas rupturas que son también parte de la crisis de la
que vamos a hablar hoy.
“La crisis
personal como potenciadora de un lenguaje expresivo que vincula a la imagen al
sonido y al texto” es el tema del trabajo de disertación que les presento.
DISERTACIÓN
Hay un recorrido
cronológico que inicia incluso antes de que el lazo umbilical sea cortado.
Aquel cordón que conecta al ser con el mundo de repente se encuentra mutilado,
podrido, caído.
Ese vínculo que
enlaza las presencias del yo y del otro es brutalmente amputado, sin embargo,
la existencia de ambos es irreductible.
¿Cómo logra el
ser advertir aquella presencia ajena, y más aún… cómo logra convivir con ella?
De ahí un ser aturdido, desbastado, resquebrajado, que no sólo debe asumir su
propia existencia, sino que además debe admitir la ardua y la no-fácil “presencia del otro”.
A veces nos
embarcamos en el intento de entender lo que no tiene lógica, no hay lenguaje
alguno que pueda descifrar exactamente un sentir, un sentir que no se puede
traducir en palabras, ni en imágenes, ni en canciones… buscamos respuestas pero
tal vez no hay para qué hallarlas.
Aquí se plantea a
la mutabilidad y la incertidumbre como lo único constante y es esa duda
permanente un motor, un laberinto, y por lo tanto un recorrido en el cual
perderse, y es que tal vez lo que se busca no está tan lejos de uno mismo, pero
hurgarse por dentro tampoco es una tarea fácil.
De ese estar
perdido viene la crisis, una angustia penetrante, el temor al vacío en medio
del pecho, la incertidumbre del instante mismo, el cuerpo con su sensibilidad a
flor de piel, con los poros abiertos para sudar de ansiedad, de calor, de
añoranza. ¿Entonces para qué entenderlo todo metódicamente, racionalmente?
Gadamer dice que
somos entes lúdicos, pero también somos seres emocionales, somos la chuspa por
donde se filtra el mundo y el mundo no se puede procesar sólo vía cerebro, para
eso tenemos piel, sensibilidad, tacto…
El tiempo, el del
reloj, va marcando compases distintos a los de la sangre en el cuerpo; ambos,
reloj y sangre son hallados en esta investigación como los metrónomos del
tiempo: “el tiempo midiéndose a sí mismo”. La sangre marca un ritmo, el
respirar marca otro ritmo, el andar, el parpadear, igual que el segundero, pero
con velocidades distintas y también con intensidades diferentes, todo a la vez;
y mientras tanto el clima aumenta sus grados cuando más “yos” y más “otros” se
acumulan, demasiados ritmos, sin ritmo, vaivenes sin a dónde ir ni de dónde
venir, respiraciones confusas, inhalaciones de ruido, exhalaciones de dudas.
Se ingiere café,
se expele olor a niña.
¿Adónde se van
las certezas que uno ha tenido? Ejemplo: cuando se espera que al volver a casa
la familia esté completa, y cada vez quedamos menos, pero eso sí, los que
quedamos desdoblamos la crudeza de poder comer en la noche con calma mientras
vemos por la ventana un mundo abrumador, mientras lo que sucede durante el día
ya nos muestra una realidad violenta compulsiva, inhumana… entonces, me
pregunto: -¿habrá que leer los “Cien años
de soledad” o nos tocará vivirlos?, el realismo mágico no es sólo un
refugio o una evasión, como lo pensaban quienes criticaban a Borges y a
Cortazar, que fueron creadores de este género literario, a veces parece que el
realismo mágico fuera la única posibilidad.
¿Adónde se fueron
los dioses en los que me enseñaron a creer, las oraciones antes de dormir, la
vereda por donde uno caminaba siempre, las muñecas con las que nunca quise
jugar, el amor en el que antes creía, el mundo en el que vivía cuando no había
temor a lo que vendrá? y ahora se encuentra todo rasguñado, mal herido, pero
esta vez con el desconsuelo de no haber marcha atrás.
Las tristezas
solas, las sábanas pegadas, los muertos que dejan su muerte en mis brazos, los
que mueren de a poco cada noche, los que vivimos sin saber si es cierto,
creyendo a veces que sí.
Pero la crisis
jamás podría ser insípida, al contrario, llega a tal extremo de ser amarga que
se vuelve dulce.
En esa crisis el yo
se ahoga en la pretensión de interactuar con el otro, pero el ser es social,
aunque a veces prefiriera no serlo, y esa aceptación del otro como distinto e
igual es la única posibilidad de aceptar al yo propio.
Un narciso que ya
no busca su reflejo en el charco de agua, sino en el brillo de la mirada que le
dirige un otro ajeno, que al estar fuera le permite ser, sustentando aquella
hipótesis de su propia existencia. “Otro,
luego existo” es lo que dice Freddy Álvarez.
Y está ahí otro
formando al yo, cual un Doctor Frankenstein que construye con pedazos de
materia muerta un ser que posee los fragmentos que son el vestigio de los otros
que aún en su podredumbre protagonizan la construcción de aquel cuya hechura
depende de las piezas que lo integran y cada fracción necesita de otra para
conformar la irregular estructura de un ser armado pieza por pieza.
Y no resulta
monstruoso ser mil piezas y una sola, o ser parte de todo y de nada, la
posibilidad de cambio y la inestabilidad es la incitación a una reconstrucción
auténtica e inagotable, es la posibilidad de reafirmar o desdibujar lo que en
un abrir y cerrar de ojos puede llegar el individuo a ser o no ser.
Esta construcción
es un rompecabezas, un juego de paciencia, donde unir una pieza con otra es una
responsabilidad auténtica de entrelazar un tejido que forma un todo de
elementos varios.
Estamos
construyendo un yo, el yo está permitiendo que lo construyan, el yo se
construye. Pensar que mis retazos se unen, me forman, me construyen, me
constituyen.
Las Artes
Plásticas, la Música, la Literatura: 3 mundos infinitos, absolutamente
sublimes, le otorgan a esta crisis una posibilidad fecunda de romper el muro
invisible de distancias y obstáculos.
Lo que no se
puede decir intenta ser dicho mediante un lenguaje híbrido, atravesado por la
imagen, el sonido y el texto que vienen a constituirse en unidades
significantes que se eslabonan, con niveles de protagonismo distintos, pero
cada una con inagotable sensibilidad.
Leer el silencio
y descubrir que suena más sórdido aún que un acercamiento al otro interrumpido,
deja saber que no es imposible volver a intentar una interacción, y es
evidente, ahora, después de un proceso complicado, que también es inacabable,
que el tesoro del aporte de aquel brillo de mirada ajena puede, incluso en esta
época de crisis, ser rotundamente enriquecedor, y es así que la “Cartografía de pies a cabeza” que
propongo como producto artístico fruto de la investigación, tiene el aporte ya
no de un recorrido introspectivo o de una mirada subjetiva al referente más
cercano (yo), sino de un recorrido más sinuoso aún, un recorrido acompañado, en
que la huellas de quienes se involucraron están marcadas, con rastros de lo
poético, lo plástico, lo musical, lo lúdico, lo sombrío, lo fragmentario, lo
íntimo, lo sensible.
El aporte que
Diego Arias, Gabriela Santander y Cristóbal Zapata le han dado a mi cartografía tampoco puede traducirse en
palabras. El lenguaje es complicado y a veces insuficiente.
Y finalmente
acogiendo a Shei Shonagon cuando enlista lo sublime en su “Pillow book”,
pretendo hacer un inventario de los aprehendizajes más importantes que he
obtenido en este proceso de investigación, al que podría llamar además “proceso de encantamiento”, cuando el
fruto de un trabajo académico “culmina” (entre comillas por lo inacabable que
puede llegar a ser) entretejiendo una vivencia personal de un valor que no se
mide sobre 30 puntos:
He aprehendido a
escuchar, a no tener razón, a tolerar lo que es distinto a lo que busco, a
aceptar asertivamente una situación, a no responder con gritos, a respirar con
calma, a esperar por alguien más de 3 minutos, a no huir de otras presencias, a
aceptar la ayuda de otros, a necesitar de otros y no recriminarme por eso, a
prestar mi lápiz para que me ayuden a escribir, a dejar que otros rayen mi
papel, a esperar mucho más de los demás, a no bailar sola, a esperar que al
compartir esto con ustedes, abriendo mi ser de par en par, lo que se pueda
hallar sea un aporte, el que ofrezco con honestidad como estudiante de la
carrera de artes y como ser humano.
“Cartografía de
pies a cabeza”
Aquí intento zambullirme en la humedad de un cuerpo:
mientras su sequedad me asfixia voy hundiéndome en una piel que palidece.
Doy inicio colocando una lágrima en el humo del volcán, así
mi tristeza se expandirá por el mundo.
No habrá respuesta a la mordida en un cuello adormecido que
no siente el cosquilleo de una caricia, por eso empezaré de mayor a menor por
los dedos de los pies. Un cuento leído jamás o un poema de versos cruzados que
no empatan con nada; una voz afónica que no entona más que susurros
ininteligibles.
El azúcar pretende endulzar un café que se rehúsa a ser
ultrajado, más allá del tiempo que el agua tarde en hervir o la boca en sorber
la temperatura alta de las escenas de cercanía. Está tendida en la cama la
misma cobija desgastada donde los conejos ninguna vez vomitados y los te
quieros nunca dichos fueron acogidos con tristeza; las obras no realizadas, las
palabras no pronunciadas, frases que fueron escritas en el aire y no en un
papel, un desfile de mentiras, un piano sin sus teclas negras, sin sus medios
tiempos, los tobillos torcidos, los pasos mal dados… mi propia caligrafía.
-¿Cuándo vas a salir del monitor?... te espero en mi silla-
me dijo por escrito (aún no he podido llegar).
Mil vocablos sin tibia voz que otorgue significaciones a los
discursos, con un tiempo inconstante de nomenclaturas inversas, un segundero de
nombres impropios, minutos de pactos hablados, el maquillaje de la humedad sin
rocío, decepciones por llevar a cabo, pantorrillas arrancadas, muslos
apretados, secreciones de distinta consistencia, la frase de un léxico
compuesto sin poética, un sudor sin piel que madura arrullando una fiesta de
articulaciones vanas, de coyuntura absurda; el muestrario de una colección que
pinta con los dedos (de la mano) el repertorio cantado que produce hastío y
brusquedad en lugar de placer, más tarde pugna el riesgo de andar por la vida
despojada de quereres, con las rodillas desgastadas y los muslos fatuos,
componiendo con sustancias propias del cuerpo el aislamiento de cada asunto
interior entre caricias y pudores.
Shhh… el tiempo vuela.
Seiscientas nueve palabras tiene el mensaje que no quiero
decir de la misma manera, y me obsesiono sesenta y un veces por minuto, tomo
trece tazas de café al día, pero mi texto sigue fragmentado, partido y
manoseado tres veces más; como las cánulas que al escribir una historia
componen miles de ellas, como piezas del mismo rompecabezas que no supe armar,
como el trayecto del mismo laberinto en el que me hallo perdida; basta con
apretar un botón.
Un abrazo parido sin dolor, impresiones en serie, el afecto
al roce del tacto, el ombligo tiene un toque de dureza y desapego. El camino
perdió su senda, se fue por un simple atajo. El cruce del carril tiene un
pasaje de andanza y un vagabundeo a ritmo de trote. La cuesta se baja rodando
en un escurrido desentierro del vientre. Los
pechos llevan entre sí al agujero del vacío; se ha barrido la travesía y
desempolvado las madejas, el carrete de mi ovillo enrollado sin bobina es mi
cuerda, mi tendón, mi cordón.
La ansiedad de la caricia despertó una agitada sensibilidad
en la piel del cuello, a tal punto que el rostro abrió sus fauces. Debe haber
un escenario para cada delirio, y un desatino para cada espacio. Desatinos,
delirios, espacios y escenarios. Necesito un tiempo que invierta su propia
acción y un estruendoso silencio para sentirme rumorar desde adentro, para
beber las palabras y con los ojos cerrados escuchar aquella voz: aletargada,
entorpecida, desvanecida, indolente y mía.
Vanessa Padilla
No hay comentarios.:
Publicar un comentario
Gracias