martes, 12 de agosto de 2014

La Cantariega



a Claudia Noboa
que está donde es blanca la flor

Ahí.  
En el punto exacto en el que soñar dormida o despierta
se funden en una misma realidad,
sin tiempo, sin cuerpo, sin geografía…
ahí está mi Aleph: mi templo, mi rincón de poesía,
mis notas escritas sobre las teclas del piano,
mis trazos en papel, mis pinceles en azul,
mis libros comprados con los últimos centavos,
mi corazón precipitado, mi menor tono en la
y las escalas de gris de mi grafito.
Mientras me convertía en eco del jazz con que las aves me anunciaban
que el segundo invierno había terminado
sin que hubiera hecho falta llorar de frío otra vez,
mi laberinto se hizo sendero.
Recorrí un pasaje trazado con letras chiquitas
que me condujo al vuelo de la Pájarapinta.
Con sus plumas de ángel y corazón de sinsonte,
dictaba los versos a mis canciones del alma,
que era la suya propia, que le dictaba mi alma,
un alma única e indivisible que se funde en el espíritu de un mismo mundo.
(Si el alma tiene fronteras como la geografía,
que el mapa se dibuje con tinta de sol
y que a esas mismas líneas las borre el viento
para que los rayos sigan danzando, abrigando y rayando líneas
que se pueda borrar con un cálido soplo o un cafetal aliento…)
Sembré mi bandera en la corriente del río declarando
“Al centro de la Tierra van mis raíces y hasta el sol llega mi corazón”.  
Mi equipaje fue pesado cuando llevaba a todas partes mi historia,
en dos maletas mi vida y en un pasaporte mi identidad.
Hoy, que sólo soy yo misma y mi equipaje de sueños,
no hay motivo, ni fecha, más pertinente que el ahora
y sé que ningún fuego puede extinguir la voz
cuyo canto en azul, tiene forma de libertad.
Cada pétalo es una contribución para aromar el universo,
que es la verdadera patria.
Florecer… florecer es un canto
y cantar, es un acto de amor.
Mi única bandera es aquella,
que sin franjas ni escudos,
vibra el aroma de las flores del mundo.

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