Cartografía de pies a cabeza. Video-performance. Vanessa Padilla. 2007
Aquí intento
zambullirme en la humedad de un cuerpo: mientras su sequedad me asfixia voy
hundiéndome en una piel que palidece.
Doy inicio
colocando una lágrima en el humo del volcán, así mi tristeza se expandirá por
el mundo.
No habrá respuesta
a la mordida en un cuello adormecido que no siente el cosquilleo de una
caricia, por eso empezaré de mayor a menor por los dedos de los pies. Un cuento
leído jamás o un poema de versos cruzados que no empatan con nada; una voz afónica
que no entona más que susurros ininteligibles.
El azúcar pretende
endulzar un café que se rehúsa a ser ultrajado, más allá del tiempo que el agua
tarde en hervir o la boca en sorber la temperatura alta de las escenas de
cercanía. Está tendida en la cama la misma cobija desgastada donde los conejos
ninguna vez vomitados y los te quieros nunca dichos fueron acogidos con
tristeza; las obras no realizadas, las palabras no pronunciadas, frases que
fueron escritas en el aire y no en un papel, un desfile de mentiras, un piano
sin sus teclas negras, sin sus medios tiempos, los tobillos torcidos, los pasos
mal dados… mi propia caligrafía.
-¿Cuándo vas a
salir del monitor?... te espero en mi silla- me dijo por escrito (aún no he
podido llegar).
Mil vocablos sin
tibia voz que otorgue significaciones a los discursos, con un tiempo
inconstante de nomenclaturas inversas, un segundero de nombres impropios,
minutos de pactos hablados, el maquillaje de la humedad sin rocío, decepciones
por llevar a cabo, pantorrillas arrancadas, muslos apretados, secreciones de
distinta consistencia, la frase de un léxico compuesto sin poética, un sudor
sin piel que madura arrullando una fiesta de articulaciones vanas, de coyuntura
absurda; el muestrario de una colección que pinta con los dedos (de la mano) el
repertorio cantado que produce hastío y brusquedad en lugar de placer, más
tarde pugna el riesgo de andar por la vida despojada de quereres, con las
rodillas desgastadas y los muslos fatuos, componiendo con sustancias propias del
cuerpo el aislamiento de cada asunto interior entre caricias y pudores.
Shhh… el tiempo
vuela.
Seiscientas nueve
palabras tiene el mensaje que no quiero decir de la misma manera, y me
obsesiono sesenta y un veces por minuto, tomo trece tazas de café al día, pero
mi texto sigue fragmentado, partido y manoseado tres veces más; como las
cánulas que al escribir una historia componen miles de ellas, como piezas del
mismo rompecabezas que no supe armar, como el trayecto del mismo laberinto en
el que me hallo perdida; basta con apretar un botón.
Un abrazo parido
sin dolor, impresiones en serie, el afecto al roce del tacto, el ombligo tiene
un toque de dureza y desapego. El camino perdió su senda, se fue por un simple
atajo. El cruce del carril tiene un pasaje de andanza y un vagabundeo a ritmo
de trote. La cuesta se baja rodando en un escurrido desentierro del vientre. Los pechos llevan entre sí al agujero del
vacío; se ha barrido la travesía y desempolvado las madejas, el carrete de mi
ovillo enrollado sin bobina es mi cuerda, mi tendón, mi cordón.
La ansiedad de la
caricia despertó una agitada sensibilidad en la piel del cuello, a tal punto
que el rostro abrió sus fauces. Debe haber un escenario para cada delirio, y un
desatino para cada espacio. Desatinos, delirios, espacios y escenarios.
Necesito un tiempo que invierta su propia acción y un estruendoso silencio para
sentirme rumorar desde adentro, para beber las palabras y con los ojos cerrados
escuchar aquella voz: aletargada, entorpecida, desvanecida, indolente y mía.
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