Esta garúa es lo
que soy: el devaneo de una llovizna. Mi tormenta tiene de vos unas gotas que
llueven sin nube.
Nunca sentí mi
rincón tan distante, tan lejano aunque lo habito (si es que habitar es estar
sin estar). Aprendí de tu arquitectura a desplegarme en espacios de equis, ye y
zeta, aunque me importa poco entender dimensión alguna. Desde acá se escucha tu
imagen y se mira de cerca tu voz. Si cantas o no cantas, de eso no soy testigo,
es sólo una sospecha, letargo o duda. No existe un abismo tan hondo como la
nostalgia, la gravedad en la cual suelo caer es innegablemente una mentira que
me ubica en el espacio donde con todo y guitarra la música penetra y rasga dos
veces la misma canción.
Alzo los ojos pero
la mirada permanece caída, para levantarla está el espacio que me cedes con dos
horas a la semana y una cita por mes.
Gracias por trazar
partituras con los fluidos del cuerpo y hacer música con cada víscera, las
figuras del pentagrama no alcanzan a advertir la celeridad de tu mente. Gracias
por el vino que gira en la copa sin que la torpeza de mi lengua pueda indagar
la redondez de las uvas. Gracias por los segundos en que a velocidad atiendes y
desatiendes mis rasgos. Gracias por danzar mientras caminas a mediodía. Gracias
por las fotografías equilibradas y la poesía que mi caos absorbe. Gracias por
enseñarme a escribirte cuando no te puedo ver. Gracias por resurgir en mí la
efusión de vivir haciendo del arte una excusa.
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