Gibosa creciente, gibosa menguante
Por Andrea Enríquez
No sabría definir que era más plateado, si la luna suspendida en el oscuro vacío o esta inmensa superficie helada en donde se refleja. El horizonte se pierde ante mis ojos, no hay final en este pasillo infinito que contiene al tiempo. Rodeada de estrellas muertas, agonizantes, titilantes, latentes y nacientes. Todas ellas dejan caer su vida y su luz en la superficie glacial, y en una suerte de danza astral resurgen como proyecciones hasta desaparecer. La luna no sabe si es vida o si es muerte, la luna contempla y es contemplada. Mira su propio reflejo, se reconoce y se repudia. Vuelve a sentir que es momento de esconderse.
“Gibosa menguante, luna nueva, gibosa creciente, y otra vez”, se repite la luna a sí misma como un mantra de caos y orden. Sostener, soltar. Está inmóvil, su ciclo ha sido bloqueado. Desesperada comienza a vibrar tratando de zafarse de la suspensión del tiempo. Silencio lapidario, la luna cae en un instante eterno, directamente sobre su reflejo. ¡Puuuuufffg! Estallido voraz. La luna está rota. El caos estelar generado precipita a todos los cuerpos celestes sobre la superficie. Uno a uno estallan contra como burbujas de vidrio en el gélido abajo.
Cuando el último astro se rompió y la quietud volvió a ese espacio de tiempo, las consecuencias se hicieron evidentes. La luna material murió, su reflejo seguía intacto sobre la misma superficie donde había caído. La luna desde el otro lado sintió paz, frío, azul cobalto y violáceos. Estaba existiendo de otra manera, estaba existiendo desde el otro lado. Como lluvia que cae hacía arriba, las estrellas muertas alzaron su luz a la dimensión en donde la luna se hallaba. Todos los reflejos estaban vivos, solo lo material murió.
No sabría definir que era más plateado, si la luna suspendida en el oscuro vacío o esta inmensa superficie helada en donde se refleja. El horizonte se pierde ante sus ojos, no hay final en este pasillo infinito que contiene al tiempo. Está rodeada de estrellas muertas, agonizantes, titilantes, latentes y nacientes. Todas ellas dejan caer su vida y su luz en la superficie metálica, y en una suerte de danza astral resurgen como proyecciones hasta desaparecer. La luna sabe que es vida y a veces muerte, la luna contempla y es contemplada. Mira su propio reflejo, se reconoce y se ama. Vuelve a sentir que es momento de menguar.
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