Soliloquio con mis recuerdos
Por Isabel Guaricela
Una puerta vieja con una pequeña rendija por la que no se puede divisar casi nada, conduce a una pequeña habitación que casi siempre está cerrada. Dentro, hay una cama, no tan antigua, una mesa que sirve para planchar y una máquina de coser que aún cumple las funciones para las que fue hecha. Y a un costado, frente a la cama, hay un armario, un poco desvencijado pero se advierte que contiene muchas cosas. No se lo ha abierto desde hace mucho tiempo, y ahora que he venido a esta casa donde transcurrió mi adolescencia quiero averiguar qué secretos guarda este misterioso mueble.
De todos los cajones que forman el armario hay uno que deja ver un pedazo de tela blanca como si se hubiese cerrado mal y en el intento quedó remordida entre las maderas. Así que lo abro y apenas lo hago percibo un olor a humedad, es tan fuerte que me produce un estornudo. Me retiro un poco, me acerco a la puerta y limpio mis fosas nasales con una bocanada de aire puro, y vuelvo a mi cometido: saco, con un poco de recelo, las piezas de ropa que parece pidieran que las rescataran: medias viejas de hombre, zurcidas pero limpias, camisas de mi padre muerto hace ya veinte años; están lavadas y ya no conservan su olor, ese olor característico que cada uno llevamos a lo largo de la vida, mas enseguida percibo ese perfume dulce, dulce como sus caricias, como la voz que aún la llevo en mi mente cuando leía para mí los primeros cuentos.
Por el paso del tiempo el cajón se ha trabado y no se abre por completo, entonces tanteo el fondo, y siento algo suave, como si fuera una cabellera, retiro mi mano con temor y en el trayecto trato de adivinar qué podría ser; lo intento de nuevo y en mi mano aparece la cabeza de una muñeca, mi primera muñeca.
La acaricio, está húmeda, el aserrín que formaba sus huesos se está desmoronando. Le queda tan solo un mechón de la que fuera una larga cabellera dorada. Se le han borrado las cejas y solo le han quedado unos huecos donde estaban sus ojitos; su boquita aún conserva el rojo que le pintarrajeaba en mis juegos infantiles.
Abrazo muy fuerte esta cabecita vacía y me ubico frente al espejo que por el paso del tiempo desfigura la imagen que refleja. Borrosamente el espejo me devuelve agarrada a mis recuerdos: “Muñequita mía, siempre estuviste conmigo cuando el miedo solía visitarme durante esas terribles tempestades en la noche en que el cielo parecía caerse y, junto a él, el viejo caserón donde vivía. Pero no, te apretaba entre mis brazos y el sueño me llegaba oliendo tu pelito artificial y tratando de adivinar la mirada de tus ojitos siempre abiertos. Ahora tengo los restos de tu cabecita y no entiendo cómo viniste a parar a esta casa que no es la misma donde tantas veces jugué contigo. No comprendo cómo o quién te ubicó en este cajón junto a la ropa de mi padre. No. No lo sé, pero me siento feliz de que estés otra vez conmigo; quizá te necesite, quizá seas la portadora de buenos augurios para atenuar los sinsabores del presente”.
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