“Empieza, aquí, mi desesperación de escritor. Todo lenguaje es un alfabeto
de símbolos cuyo ejercicio presupone un pasado que los interlocutores comparten;
¿cómo transmitir a los otros el infinito Aleph, que mi temerosa memoria apenas abarca?”
Jorge Luis Borges
de símbolos cuyo ejercicio presupone un pasado que los interlocutores comparten;
¿cómo transmitir a los otros el infinito Aleph, que mi temerosa memoria apenas abarca?”
Jorge Luis Borges
Las palabras que rehuyen y se arrinconan aún más en espacios recónditos cuando saben que deben estar listas en poco tiempo, son reservadas para un manuscrito que compone con rasgos de intratable temor las frases que musitarán un callar provocado de manera insegura, otra de las causas por las que cada noche son necesarios papel y lápiz en exceso para decir por escrito lo que no se puede decir por hablado; una excusa para buscar silencio y gritar a la vez. Dos tapones (uno a cada lado) filtran el ruido en la espera de la hora precisa en la que todos duermen: ausencia imprescindible para iniciar el primer rasgo.
Separadamente se puede abordar un apunte entrecortado como la voz nerviosa; la soledad y el silencio tan difíciles de hallar, llegan retraídos a pintar el papel con formas (como los caligramas de Apollinaire), con un solo color, preferiblemente negro.
“No tengo ambiciones ni deseos. Ser poeta no es una ambición mía. Es mi manera de estar solo”. (Fernando Pessoa)
Los apuntes se intercalan jugando: sube un párrafo, baja el otro, la posición de cada parte es incierta y a veces discontinua, pero la aproximación a ese estado de desnudez en la que se evidencia la intimidad de cada instante se abandona y en silencio sólo suena el paso del lápiz sobre el vacío cuando las letras se vuelven parte del cuerpo o el cuerpo intenta volverse letras; sensaciones que recorren el espacio que antes estuvo en blanco y donde ahora ellas pueden bailar entre prosas y retóricas.
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