“El sol necesita un ojo para brillar, y la música un oído para sonar”.
Arthur Shopenhauer
Imposible desconocer la presencia del otro como fundamental para hablar de la propia existencia. El yo ya no necesita el charco de agua para reflejarse y ver que está ahí; urge la mirada de aquel que no es, pero que sin duda protagoniza (o antagoniza) su posibilidad de ser.
Freddy Álvarez González señala en su obra Las derivas de la alteridad, que “la vía para que el yo se descubriera no fue el Espejo de Narciso, fue el otro en cuanto igual y diferente a mí, u objetividad de lo subjetivo. Ergo, primero el yo fue otro con toda su posible violencia y/o su infinita ternura. En efecto, en el principio había otro; luego declaramos la existencia del yo. En otras palabras: Otro luego existo” .
El yo descubre al otro ya no como lo ajeno rotundo; la distancia tiene lapsos quebradizos porque aunque ambos difieran infinitamente, son mutuamente dependientes (aquí una primera semejanza), los dos se convierten en el referente primordial que da la pauta para que el yo y el otro de cada uno puedan sembrar su identidad, su actitud, su presencia, su mirada y además puedan cosecharlas.
El otro, aquel que fuera inherente al yo, tiene la posibilidad de convertirse en el paradigma de lo que quiero o no quiero ser. Respetar la diferencia, tolerarla, sobrellevarla y apasionarse con ella es la alteridad que el yo busca en su recorrido sin que falten los tropiezos que son la evidencia de la dificultad.
La mirada subjetiva, la autoconciencia, la introspección, cualquier proceso de autoanálisis no basta, se complementa con la mirada del otro para cuyos ojos el yo debe estar presente para confirmar que en realidad existe.
Esa presencia insultante, excesiva, insufrible, irritante, dolorosa e inadmisible es mucho más que lo que el yo no tolera de sí mismo, es lo que al yo le falta para cerrar el hueco en el pecho que se abrió cuando aquellos otros ojos inexorables pasaron de largo sin percatarse de su inadvertida existencia.
¿Puede haber presencia sin la mirada del otro? una respuesta afirmativa sería un consuelo para quienes procuren ser por sí mismos, pero acá no se pretende dar respuestas, tal vez por el temor a no poder hallarlas o a que el recorrido se pudiera acabar en un si o un no fortuito de argumentos vanos.
Las palabras impresas en un libro que nadie lee, los colores que se exponen en un espacio sin luz, una voz callada que tiene mucho o poco qué decir, ¿existen? ¿cómo saber de aquellas palabras, de los colores, de lo no dicho? ¿se agotan en sí mismas? ¿se pierden en sí mismas? ¿qué le pasa al brillo de la mirada, las caricias, las ideas, los proyectos, las utopías, los entusiasmos, qué les pasa a los mismos mundos cuando no inician el recorrido ni dan el primer paso hacia el enredo de los trayectos que deben atravesar?
“El conocimiento del otro sufre una reconstrucción y/o deformación desde el yo que conoce. De este modo, el alter no deja de ser una invención del yo en cualquier circunstancia a la que se exponga” (Freddy Álvarez) .
Los senderos que el individuo va trazando en su recorrido son la construcción o reconstrucción de su propio mundo, de su rincón, de sus poesía, pero en aquel espacio íntimo habita alguien más aparte del yo, aquel sujeto ajeno es el otro quien no deja de ser lo que el yo construye de él, (aquí lo relativo de los mundos y de quienes los residen); jamás se llegaría a conocer a aquel otro en su otredad imparcial porque será filtrado por la chuspa de lo subjetivo en la que el yo hace del mundo lo que necesita o quiere hacer, regulando incluso la intensidad del aroma o del sabor aunque intente anclarse en la objetividad inalcanzable de un discurso que no logra desprenderse de ciertos egocentrismos autobiográficos.
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