I
Me desbaratan aprobaciones abreviadas hechas por manos que chocan unas
con otras para causar un ¡bravo!
continuo y efímero a la vez.
Los elogios, hechos con percusión de cuero táctil y colores mestizos,
quizá desean con urgente ansiedad sumergirse en la caricia de pieles igual de
heterogéneas, o en una de aquellas lejanas, menos híbridas, muchas veces
pálidas de gracia y calidez.
Y es que no todo aplauso busca enaltecer, muchas veces es la inercia
la que conduce los actos.
La piel es indiscutiblemente la parte sensible del desapego y la
cercanía, pero cuando hay un compás marcando ritmos y no importa qué tanta
armonía haya en las escalas, lo que incumbe es que suene, que cada frecuencia
se desprenda y se divulgue en los rincones fatuos de fuego, de viento… que se
irradie y estremezcle como el feed-back
que agita el sentimiento y lo vulnera.
Concierne que se esparza en el lugar, la posibilidad de habitar la
música, como si fuera ella el escenario, el rincón poético para vivir la pauta
de una melodía, para que sea ella quien admita un desprendimiento de la ruta y
escribir en el diario que hoy un gemido se hizo canción.
Por minutos interminables asiento unos tacos que me hacen tambalear
sobre aquel collage de madera
incierta poblada de astillas, seguro dentro de muy poco colapsarán por la
humedad, (no la mía, sino la de su propia ciencia infusa), llevando abajo lo
que sustentan, sin sentir la menor inquietud.
Estas piezas siguen obstinadas en armar un escenario donde se recibe
sobre el rostro, además de aplausos o abucheos, los colores básicos en los que
se desfigura la luz relumbrando la mirada durante los cuatro minutos y veinte
segundos de cada canción, entre los treinta poemas consonantes que la noche tal
vez permita, mientras acarrea cerca de siete mil seiscientos segundos y nosécuántos destellos de esas luces
sobre la retina.
Esta preponderancia es el velo que cubre la simpleza de haber saltado
procesos para estar en las tablas sin que éstas se hayan erigido aún.
“Break a leg” es
conjetura, percepción, una frase oportuna.
Resuena luego un eco que es casi una construcción imaginaria, tal como
el resto del universo que me circunda, asumiendo por mi parte el centro y el
límite de ineludible forma egotista, y desde acá no logro escucharme, incluso
diciendo al micrófono:
-2, 3… 2, 3- Con intensidades difusas que
ya son parte del conteo.
Irrebatible trepo sobre el parlante aún apagado, a ver si llega el
sonidista para socorrerme en el proyecto de desistir a ser imperceptible y es
entonces cuando repite mi voz, casi mirándome a los ojos, que aún no sabe si es
mía, si me corresponde; si son, en definitiva, cuerdas de dicción las que sosiegan
mi garganta y que vibrarán como el insecto que trasnocha en el costado de una
habitación de negada reserva.
Entonces repite así, la misma voz, al micrófono, sobre la madera:
-Probando, probando…-
Al escuchar esto me asusta el saber que sí, aún tanteo, sin saber
cómo, cuándo ni dónde, lo cual no cambiaría incluso si el parlante estuviera
encendido.
Fluctuando con los tacos tomo un taxi lo más pronto posible para
indagar una manera cuidadosa de cubrir este espacio.
Busco a Luis precipitadamente, pues siempre lo busqué con urgencia,
pero hay que reconocer que al mismo tiempo él siempre acelerado huyó con la
bufanda en el cuello, la que le tejí en palabras para que el frío que me dedica
no le congele la voz.
“…neciamente queriendo rozar de la lengua
esa voz que ondulante hace temblar en la mano aquella ansiedad destemplada de
caricias acomodadas que no saldrán de los dedos ni para rasgar la volátil,
húmeda y cerrada letra que mejor le suena…”
(Bufanda para abrigar su
cuello mientras canta)
|
Esa voz: aún hace eco.
Vuelvo a mi escenario con más dudas que antes de partir. No es
sencillo, cada quien resuelve sus condiciones de manera distinta; quiero decir,
en definitiva, las letras cerradas de Luis no se abren en mi boca.
El contexto que le envuelve no me cobija, sin embargo ¿qué melodías
hay en su vida que yo no alcanzo a cantar?
Aprenderé un nuevo solfeo para tararear susurros desde adentro y con
ellos evocaré cuantos sondeos sean posibles para hurgar dentro y fuera de mí
las cobardías que me cosen la boca.
La aguja caliente penetra, los labios se estremecen, las lágrimas
arden sobre la herida y el hilo quirúrgico aprieta; con precisa motricidad la
mano diestra forma un nudo para evitar la huida, no debe zafarse la atadura que
cierra la boca para que aprenda el cuerpo a decir sin palabras; el algodón se
embriaga con un líquido antiséptico para evitar infecciones promiscuas porque
la boca debe evitar, diente por diente, cualquier putrefacción gratuita.
Con los labios censurados ya no importa ningún quejido, pues serán los
ojos quienes marquen el nuevo ritmo de
abrir y cerrar, de brillar y ensombrecerse con un parpadeo, de ver sin mirar y
de permitir con bocca chiusa que la
vibración del aire se propague por la nariz, para así cantar sin palabras,
simplemente cantar, en infinitivo, infinitamente…
Y con delirio.
II
El retorno tiene ritmo de correr a toda prisa…
Como con una figura corchea van oscilando los tacos mientras el tiempo
es su antagonista; a veces siento en el segundero las señas que corroboran la
hipótesis de su existencia (y de la mía); un argumento situacionista de ello es
que tampoco en esto hay marcha atrás, como al caer de un puente, como al besar
una boca.
No importa si es lineal o espiral, pero girando en ciclos o disparado
hacia el futuro, late el tiempo siempre con distinta cadencia, tanto así que
ahora mismo retumba y más tarde sincopado rehará la estructura inaudita del
vaivén diario, palpable en insistencias cotidianas que formulan la rutina del
vivir, cómo si una canción fuera igual a otra, o peor aún, como si una canción
fuera igual a sí misma.
Toda esta discrepancia me ubica en el acontecimiento penetrante de
descubrirme con los labios atados, pero poco a poco deberán desenlazarse para
dar cuenta de tantas dudas que estremecen mi cuerpo, pues mientras lo transitan
y recorren, hurgan en la sensibilidad de la piel el mismo desapego de las
melodías inciertas que al no saber improvisar, a veces suenan y otras callan, sin
dejar ni por un momento de incidir.
Perturbada tomo el micrófono entre las manos y éstas lo dejan caer, me
enredo en el cable pero con esfuerzo logro recuperar el equilibrio, la lengua
baila dentro de la boca saboreando los rasgos de herida, mientras dispone
concentración al atrapar el cuerpo caído aunque ahora tampoco el cable tiene
enlace, ni tampoco el escenario es el mismo.
El aire no vibra de energía, hoy el suceso es en la faz del espejo y
frente a él hago gestos con el rostro y todo el cuerpo, como entonando mis
mejores melodías, pero sin siquiera sonar.
Y con el recuerdo de la lágrima viva que bordeaba cuesta abajo el
rostro de Girondo, hasta hundirse y morir en su boca no cosida, formula mi voz
con la mirada fija en mis propios ojos:
-Cantar frente al espejo,
cantar sin tener voz,
cantar para nadie…
y seguir probando…
… probando-
Después de la crudeza viene un sonoro letargo.
El andar estridente del reloj perturba tanto o más que el goteo de una
llave mal cerrada: un ritmo lento, desesperante, ostentoso que se amplifica
cuando el silencio es más penetrante aún que el desaliento.
No hay atmósfera alguna que se libre del tono oscuro y melódico de una boca que no sabe cuándo callar, en esa
imprudencia hay entonaciones lentas, dominadas por el sonido de una
voz hueca que explora en las letras y la música, la soledad, el
extravío, la carencia y el deseo.
En un cerrar duradero de ojos empieza a
sonar hasta la sangre que corre por las venas y es posible sentir su ritmo
acompasado con la respiración que modula su paso según la agitación que el aire
provoque en el deleite de un recorrido.
Es aquí donde empieza un baile, con ritmos
internos, uno que marca el compás sin batuta y gobierna en adelante el paso
básico para bullir danzando con alguien o sola.
“…se baila mejor sin un
piso fijo.”
(Incertidumbres a cuatro
tiempos)
|
Concluido el proceso no hay señal de presencias que legitimen nada, no
las hay, sólo el eco de la canción y el terciopelo azul que ya no cubre ningún
cuerpo.
Aunque el escenario fuera en adelante aquel minúsculo espejo… hay que
sonar, sonar fuerte, con una voz delirante y bailar con exaltación porque el cuerpo
marca el ritmo de su propia musicalidad, es el cuerpo el que en una especie de
trastorno se rebasa, se extravía… arde.
Conlleva enigmas el nuevo paso y va creando la certidumbre eventual,
de que este insignificante escenario para cantar, rebasa las dimensiones del
espejo o del collage de madera
incierta poblada de astillas.
Ahora la humedad es mía.
Cantar es poseer la aguja caliente para penetrar otras membranas, los
labios se estremecen vociferando tonos, las lágrimas arden nuevamente con suma
mordacidad y la mano diestra forma movimientos acordes al sonido, pues no se
canta sólo con la boca.
Ya no es preciso huir, pues no debe zafarse la atadura que amarra la
voz al cuerpo para decir con palabras, porque ahora debe procurar modulaciones
precisas que transgredan el silencio, lo opaquen y lo absorban.
Vanessa Padilla
2013
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