viernes, 15 de marzo de 2013

El soporte poético del cuerpo

 
I

Me desbaratan aprobaciones abreviadas hechas por manos que chocan unas con otras para causar un ¡bravo! continuo y efímero a la vez.

Los elogios, hechos con percusión de cuero táctil y colores mestizos, quizá desean con urgente ansiedad sumergirse en la caricia de pieles igual de heterogéneas, o en una de aquellas lejanas, menos híbridas, muchas veces pálidas de gracia y calidez.

Y es que no todo aplauso busca enaltecer, muchas veces es la inercia la que conduce los actos.

La piel es indiscutiblemente la parte sensible del desapego y la cercanía, pero cuando hay un compás marcando ritmos y no importa qué tanta armonía haya en las escalas, lo que incumbe es que suene, que cada frecuencia se desprenda y se divulgue en los rincones fatuos de fuego, de viento… que se irradie y estremezcle como el feed-back que agita el sentimiento y lo vulnera.

Concierne que se esparza en el lugar, la posibilidad de habitar la música, como si fuera ella el escenario, el rincón poético para vivir la pauta de una melodía, para que sea ella quien admita un desprendimiento de la ruta y escribir en el diario que hoy un gemido se hizo canción.

Por minutos interminables asiento unos tacos que me hacen tambalear sobre aquel collage de madera incierta poblada de astillas, seguro dentro de muy poco colapsarán por la humedad, (no la mía, sino la de su propia ciencia infusa), llevando abajo lo que sustentan, sin sentir la menor inquietud.

Estas piezas siguen obstinadas en armar un escenario donde se recibe sobre el rostro, además de aplausos o abucheos, los colores básicos en los que se desfigura la luz relumbrando la mirada durante los cuatro minutos y veinte segundos de cada canción, entre los treinta poemas consonantes que la noche tal vez permita, mientras acarrea cerca de siete mil seiscientos segundos y nosécuántos destellos de esas luces sobre la retina.

Esta preponderancia es el velo que cubre la simpleza de haber saltado procesos para estar en las tablas sin que éstas se hayan erigido aún.

“Break a leg” es conjetura, percepción, una frase oportuna.

Resuena luego un eco que es casi una construcción imaginaria, tal como el resto del universo que me circunda, asumiendo por mi parte el centro y el límite de ineludible forma egotista, y desde acá no logro escucharme, incluso diciendo al micrófono:

-2, 3… 2, 3- Con intensidades difusas que ya son parte del conteo.

Irrebatible trepo sobre el parlante aún apagado, a ver si llega el sonidista para socorrerme en el proyecto de desistir a ser imperceptible y es entonces cuando repite mi voz, casi mirándome a los ojos, que aún no sabe si es mía, si me corresponde; si son, en definitiva, cuerdas de dicción las que sosiegan mi garganta y que vibrarán como el insecto que trasnocha en el costado de una habitación de negada reserva.

Entonces repite así, la misma voz, al micrófono, sobre la madera:

-Probando, probando…-

Al escuchar esto me asusta el saber que sí, aún tanteo, sin saber cómo, cuándo ni dónde, lo cual no cambiaría incluso si el parlante estuviera encendido.

Fluctuando con los tacos tomo un taxi lo más pronto posible para indagar una manera cuidadosa de cubrir este espacio.

Busco a Luis precipitadamente, pues siempre lo busqué con urgencia, pero hay que reconocer que al mismo tiempo él siempre acelerado huyó con la bufanda en el cuello, la que le tejí en palabras para que el frío que me dedica no le congele la voz.

 “…neciamente queriendo rozar de la lengua esa voz que ondulante hace temblar en la mano aquella ansiedad destemplada de caricias acomodadas que no saldrán de los dedos ni para rasgar la volátil, húmeda y cerrada letra que mejor le suena…”
(Bufanda para abrigar su cuello mientras canta)

Esa voz: aún hace eco.

Vuelvo a mi escenario con más dudas que antes de partir. No es sencillo, cada quien resuelve sus condiciones de manera distinta; quiero decir, en definitiva, las letras cerradas de Luis no se abren en mi boca.

El contexto que le envuelve no me cobija, sin embargo ¿qué melodías hay en su vida que yo no alcanzo a cantar?

Aprenderé un nuevo solfeo para tararear susurros desde adentro y con ellos evocaré cuantos sondeos sean posibles para hurgar dentro y fuera de mí las cobardías que me cosen la boca.

La aguja caliente penetra, los labios se estremecen, las lágrimas arden sobre la herida y el hilo quirúrgico aprieta; con precisa motricidad la mano diestra forma un nudo para evitar la huida, no debe zafarse la atadura que cierra la boca para que aprenda el cuerpo a decir sin palabras; el algodón se embriaga con un líquido antiséptico para evitar infecciones promiscuas porque la boca debe evitar, diente por diente, cualquier putrefacción gratuita.

Con los labios censurados ya no importa ningún quejido, pues serán los ojos quienes  marquen el nuevo ritmo de abrir y cerrar, de brillar y ensombrecerse con un parpadeo, de ver sin mirar y de permitir con bocca chiusa que la vibración del aire se propague por la nariz, para así cantar sin palabras, simplemente cantar, en infinitivo, infinitamente…

Y con delirio.

II

El retorno tiene ritmo de correr a toda prisa…

Como con una figura corchea van oscilando los tacos mientras el tiempo es su antagonista; a veces siento en el segundero las señas que corroboran la hipótesis de su existencia (y de la mía); un argumento situacionista de ello es que tampoco en esto hay marcha atrás, como al caer de un puente, como al besar una boca.

No importa si es lineal o espiral, pero girando en ciclos o disparado hacia el futuro, late el tiempo siempre con distinta cadencia, tanto así que ahora mismo retumba y más tarde sincopado rehará la estructura inaudita del vaivén diario, palpable en insistencias cotidianas que formulan la rutina del vivir, cómo si una canción fuera igual a otra, o peor aún, como si una canción fuera igual a sí misma.

Toda esta discrepancia me ubica en el acontecimiento penetrante de descubrirme con los labios atados, pero poco a poco deberán desenlazarse para dar cuenta de tantas dudas que estremecen mi cuerpo, pues mientras lo transitan y recorren, hurgan en la sensibilidad de la piel el mismo desapego de las melodías inciertas que al no saber improvisar, a veces suenan y otras callan, sin dejar ni por un momento de incidir.

Perturbada tomo el micrófono entre las manos y éstas lo dejan caer, me enredo en el cable pero con esfuerzo logro recuperar el equilibrio, la lengua baila dentro de la boca saboreando los rasgos de herida, mientras dispone concentración al atrapar el cuerpo caído aunque ahora tampoco el cable tiene enlace, ni tampoco el escenario es el mismo.

El aire no vibra de energía, hoy el suceso es en la faz del espejo y frente a él hago gestos con el rostro y todo el cuerpo, como entonando mis mejores melodías, pero sin siquiera sonar.

Y con el recuerdo de la lágrima viva que bordeaba cuesta abajo el rostro de Girondo, hasta hundirse y morir en su boca no cosida, formula mi voz con la mirada fija en mis propios ojos:

-Cantar frente al espejo,
cantar sin tener voz,
cantar para nadie…

y seguir probando…
… probando-


Después de la crudeza viene un sonoro letargo.

El andar estridente del reloj perturba tanto o más que el goteo de una llave mal cerrada: un ritmo lento, desesperante, ostentoso que se amplifica cuando el silencio es más penetrante aún que el desaliento.

No hay atmósfera alguna que se libre del tono oscuro y melódico de una boca que no sabe cuándo callar, en esa imprudencia hay entonaciones lentas, dominadas por el sonido de una voz hueca que explora en las letras y la música, la soledad, el extravío, la carencia y el deseo.

En un cerrar duradero de ojos empieza a sonar hasta la sangre que corre por las venas y es posible sentir su ritmo acompasado con la respiración que modula su paso según la agitación que el aire provoque en el deleite de un recorrido.

Es aquí donde empieza un baile, con ritmos internos, uno que marca el compás sin batuta y gobierna en adelante el paso básico para bullir danzando con alguien o sola.

“…se baila mejor sin un piso fijo.”
(Incertidumbres a cuatro tiempos)
                      
Concluido el proceso no hay señal de presencias que legitimen nada, no las hay, sólo el eco de la canción y el terciopelo azul que ya no cubre ningún cuerpo.

Aunque el escenario fuera en adelante aquel minúsculo espejo… hay que sonar, sonar fuerte, con una voz delirante y bailar con exaltación porque el cuerpo marca el ritmo de su propia musicalidad, es el cuerpo el que en una especie de trastorno se rebasa, se extravía… arde.

Conlleva enigmas el nuevo paso y va creando la certidumbre eventual, de que este insignificante escenario para cantar, rebasa las dimensiones del espejo o del collage de madera incierta poblada de astillas.

Ahora la humedad es mía.

Cantar es poseer la aguja caliente para penetrar otras membranas, los labios se estremecen vociferando tonos, las lágrimas arden nuevamente con suma mordacidad y la mano diestra forma movimientos acordes al sonido, pues no se canta sólo con la boca.

Ya no es preciso huir, pues no debe zafarse la atadura que amarra la voz al cuerpo para decir con palabras, porque ahora debe procurar modulaciones precisas que transgredan el silencio, lo opaquen y lo absorban.


Vanessa Padilla
2013









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