“…a propos beso, el viernes pense en la mañana que voy a
leer tu texto como titulo del dia.
y soñando en ti y perdido en el texto paso el dia. pienso en
ti”.
Thomas Pressler
Aquí intento zambullirme en la
humedad de un cuerpo: cuando su sequedad me asfixia me hundo en una piel
mientras ésta palidece.
No habrá respuesta a la mordida
en un cuello adormecido que no siente el cosquilleo de una caricia, por eso
empezaré de mayor a menor por los dedos de los pies. Un cuento leído jamás o un
poema de versos cruzados que no empatan con nada; una voz afónica que no entona
más que susurros ininteligibles.
El azúcar pretende endulzar un
café que se rehúsa a ser ultrajado más allá del tiempo que el agua tarde en
hervir o la boca en sorber la temperatura alta de los asuntos interiores, el
aroma ya no será el de la niña que se mantiene soplando y jadeando una idea
jamás cumplida o que se abriga en la misma cobija desgastada donde los conejos
ninguna vez vomitados y los te quieros nunca dichos fueron acogidos con
tristeza; las obras no realizadas, las palabras no pronunciadas, frases que
fueron escritas en el aire y no en un papel, el desfile de mentiras que se
creen y también no, un piano sin sus teclas negras, sin sus medios tiempos, los
tobillos torcidos, los pasos mal dados… mi propia caligrafía.
Mil vocablos sin tibia voz que
otorgue significaciones a los discursos, con un tiempo inconstante de
nomenclaturas inversas, un segundero de nombres impropios, minutos de pactos
hablados, el maquillaje de la humedad sin rocío, decepciones por llevar a cabo,
pantorrillas arrancadas, muslos apretados, secreciones de distinta
consistencia, la frase de un léxico compuesto sin poética, un sudor sin piel
que madura arrullando una fiesta de articulaciones vanas, de coyuntura absurda;
el muestrario de una colección que pinta con los dedos (de la mano) el
repertorio cantado de los efectos en movimiento que producen hastío y
brusquedad en lugar de placer, más tarde toma parte la actuación que pugna un riesgo
de andar por la vida despojada de quereres, con las rodillas desgastadas y los
muslos fatuos, componiendo con sustancias propias del cuerpo el aislamiento de
cada asunto interior entre caricias y pudores.
Seiscientos cincuenta y dos
palabras tiene el mensaje que no quiero decir de la misma manera, y me obsesiono
sesenta y un veces por minuto, pero mi texto sigue fragmentado, partido y
manoseado tres veces más; como cánulas que al escribir una historia componen
miles de ellas, como piezas del mismo rompecabezas que no logro armar, como el
trayecto del mismo laberinto en el que estoy perdida.
Un abrazo parido sin dolor,
impresiones en serie, el afecto al roce del tacto, el ombligo tiene un toque de
dureza y desapego. El camino perdió su senda, se fue por un simple atajo. El
cruce del carril tiene un pasaje de andanza y un vagabundeo a ritmo de trote.
La cuesta se baja rodando en un escurrido desentierro del vientre. Los pechos llevan entre sí al
agujero del vacío; se ha barrido la travesía y desempolvado las madejas, el
carrete de mi ovillo enrollado sin bobina es mi cuerda, mi tendón, mi cordón.
La ansiedad de la caricia
despertó una agitada sensibilidad en la piel del cuello, a tal punto que el
rostro abrió sus fauces ¿por qué ir en busca de un diálogo si no hay conexión
ni pauta?, debe haber un escenario para cada delirio, y un desatino para cada
espacio. Desatinos, delirios, espacios y escenarios. No quiero ubicar
personajes, ¿para qué quiero una situación? Sólo necesito un tiempo que
invierta su propia acción y un estruendoso silencio para sentirme rumorar desde
adentro, para beber las palabras y escuchar con los ojos cerrados aquella voz: aletargada,
entorpecida, imperturbable, desvanecida, pasiva, indolente y mía.
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