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Empecé a sentir
que llegaba la Seisdelamañana con cada uno de sus pies envuelto en unas medias
de lana que hace tres meses había acabado de armar con los restos que habían
quedado de las partes pequeñas que no se sujetaron del todo a la sábana de
retazos. Estuve acostada sobre mi cuerpo con los ojos cerrados acabando de
soñar con todo lo que después de un segundo no puedo acordarme para anotar en
el cuaderno de apuntes que no tiene ni una sola palabra escrita, sólo que esta
vez el sueño era casi-claro. En él estaba como siempre: sin poder afinar las
cuerdas porque la falta de oído era excusa para acercarme a pedir ayuda, pero
yo no sé tocar (mucho menos sonidos graves), y como se dio cuenta, desde el
primer momento supe que el plan no funcionaría. Me desperté sin abrir los ojos
para parecer dormida cuando se abriera el obstáculo de madera que olvidé cerrar
antes de acostarme. Desde hace doscientos sesenta y dos meses mi puerta había aprendido a tragarse a casi todas las
llaves que intentaban abrirla, pero a pesar de haberse quedado abierta toda la
noche, nadie trató de entrar esta vez.
Mi cuerpo empezó a
desgastarse por el peso, así que tuve que levantarme para salir a robarle
a Seisdelamañana dos de sus medias para
no pisar la humedad que se había regado mientras dormía cuando la puerta
permanecía abierta. Por fin pude llegar hasta el café que se mezclaba sin un
orden, lo bebí a tragos cortos para que parezca que la taza contiene más de lo
que puede, pero era sólo una ilusión que uso cuando quiero más de lo que puedo
darme. Mi lengua se quemó tanto en el primer trago, que durante un buen rato no
pude articular ningún sonido aparte de los gemidos que apenas atravesaban el
umbral absoluto de intensidad. Resulta ser agradable que un timbre de voz que
bordea los mil ciento cincuenta ciclos por segundo de repente se calle, (en
realidad nunca fue posible reconocer mis signos sonoros porque jamás
significaron nada). Las medias estaban tan humedecidas que resbalé varias
veces. En una de esas caídas en que me di la boca contra el piso pude reconocer
el charco en el que dejé de sentir placer al revolcarme cuando al intentar
esconder mis secretos bajo la tierra me di cuenta de que no me quedaba ninguno.
No sé si ese roce de lodo era una caricia pero creo que de alguna forma
despertaba un exceso desordenado de no tener ideas, y no pude recordar cuándo
fue la última vez que una caricia se había ahogado en mi ombligo. Decidí
levantarme para tejer unas medias-secas y una cobija con las agujetas de las
llaves que se tragó la puerta.
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