a Claudia Noboa
que está
donde es blanca la flor
Ahí.
En el punto exacto en el que soñar
dormida o despierta
se funden en una misma realidad,
sin tiempo, sin cuerpo, sin
geografía…
ahí está mi Aleph: mi templo, mi
rincón de poesía,
mis notas escritas sobre las teclas
del piano,
mis trazos en papel, mis pinceles en
azul,
mis libros comprados con los últimos
centavos,
mi corazón precipitado, mi menor tono
en la
y las escalas de gris de mi grafito.
Mientras me convertía en eco del jazz
con que las aves me anunciaban
que el segundo invierno había
terminado
sin que hubiera hecho falta llorar de
frío otra vez,
mi laberinto se hizo sendero.
Recorrí un pasaje trazado con letras
chiquitas
que me condujo al vuelo de la Pájarapinta.
Con sus plumas de ángel y corazón de
ruiseñor,
dictaba los versos a mis canciones
del alma,
que era la suya propia, que le
dictaba mi alma,
un alma única e indivisible que se
funde en el espíritu de un mismo mundo.
(Si el alma tiene fronteras como la
geografía,
que el mapa se dibuje con tinta de
sol
y que a esas mismas líneas las borre
el viento
para que los rayos sigan danzando,
abrigando y rayando líneas
que se pueda borrar con un cálido
soplo o un cafetal aliento…)
Sembré mi bandera en la corriente del
río declarando
“Al centro de la Tierra van mis raíces
y hasta el sol llega mi corazón”.
Mi equipaje fue pesado cuando llevaba
a todas partes mi historia,
en dos maletas mi vida y en un
pasaporte mi identidad.
Hoy, que sólo soy yo misma y mi
equipaje de sueños,
no hay motivo, ni fecha, más pertinente que
el ahora
y sé que ningún fuego puede extinguir
la voz
cuyo canto en azul, tiene forma de
libertad.
Cada pétalo es una contribución para
aromar el universo, que es la verdadera patria.
Florecer… florecer es un canto
y cantar, es un acto de amor.
Mi única bandera es aquella,
que sin franjas ni escudos,
vibra el aroma de las flores del
mundo.
Vanessa Padilla