Hay noches así, excesivas de emociones que me destruyen, siento explotar como si adentro hubiera un Tungurahua ardiendo, quiero romper todo lo que encuentro en mi paso, y puedo hacerlo, pero respiro y pienso si romperlo me libera de ese fuego: no me libera. Quiero gritar y lanzar y golpear, y puedo hacerlo, pero respiro y pienso si eso desatará mi nudo: no lo desata.
Voy y vuelvo, subo y bajo, abro y cierro, lloro y me enfurezco, y después pienso que una nueva noche atrapada por la mano tiesa del insomnio puedo utilizarla para leer, la literatura alemana es una de las pocas cosas alemanas por las que conservo admiración, pero viene mi coneja para intentar a las 2 de la mañana comerse las hojas de Ende, dejo entonces el sillón y voy a la mesa con mis libros de ejercicios de gramática francesa y mi lápiz, pero viene nuevamente la Canela con sus orejas, pero sobre todo con sus dientes, a comerse el lápiz (o a decirme -no seas shunsha, andá a dormir).
Voy, la obedezco, lloro, y me pregunto qué es eso que me pone tan susceptible, nada, eso mismo, nada es demasiado cuando parece ser un nada que ha pagado su plaza para quedarse indefinidamente.
A la mañana siguiente mis rituales se van al carajo, no hago nada de lo que me da seguridad, mis pequeños ritos de silencio, mi aura sin color y sin fuerza, mi corazón sin color y sin fuerza, entonces me miro al espejo y no me reconozco, quién seráff esa man de ojos apagados, tomo un café y decido emprender pequeñas cosas, esa nada es un punto de partida.
Ahora puedo verlo desde afuera, el volcán está en actividad, siento el temblor, pero los emprendimientos también están en marcha, los ojos ya brillan.