Por Viviana B.
Cuando conocí el aeropuerto
Montañas verdes, de tonos dorados y naranjas grises que reciben baños de sol por entre las nubes. Ese era el paisaje en las mañanas que pronto la tía Eugenia dejaría de ver. Frío de rocío que se cuela entre los huesos; hierba mojada tocada por la noche. Esas eran las sensaciones que la tía dejaría de sentir.
¡Qué decisión tan difícil esa de alejarse de sus hijos y de su tierra!, me digo hoy. En aquel tiempo yo no entendía nada de lo que sucedía. Solo veía llorar a sus hijos a causa del vacío que dejaba en el estómago la digestión de la colada de máchica que a duras penas se hacía alcanzar para todos en la casa. Ahora entiendo la tristeza de los días previos a su partida. Lo recuerdo como un sueño que se mezcla con voces en llanto y promesas de visitas de cumpleaños.
Ahora entiendo que son historias de migración.
El día previo a su salida nos embarcamos toda la familia en el bus rumbo a Quito desde nuestro pueblito, del cual poca conciencia tenía de cuán lejos de todo estaba. La abuela, mi madre, mis tíos, mis primos, la tía Eugenia, bien sentados en esos asientos de plástico forrados. Todos listos estábamos con cobija en mano para tratar de dormir las 10 horas que duraba el viaje en ese tiempo.
¿Dormir?, ¡qué va! El insomnio del viaje lo tuve que pasar contando las gotas transpirantes que se formaban en la ventana. Una, dos, tres, cuatro gotas caían. Parecía que ellas estaban en competencia. A pesar de la noche, pude también distinguir, aunque poco, las siluetas majestuosas del Chimborazo y de alguna otra montaña que tímidamente se dejaban aclarar en esa noche de luna. Y así, pues, no pude dormir.
Ya bien entrada la mañana llegamos a la ciudad. ¡Qué grande se veía y qué peligrosa también!, le dije a mi madre. Desde ahí, nuestro destino era el aeropuerto, desde donde salían los aviones que se llevan a la gente.
Yo sentía que era una tremenda emoción saber que al fin iba a ver un avión de cerquita, así se tratase del que se iba a llevar a la tía para el norte. ¡Qué suerte!, pensaba yo que ni siquiera había visto alguna vez ni el mar, ni Quito, ni nada. Los niños de ese tiempo, como yo, a lo mucho podíamos aspirar ir a las ciudades vecinas con nuestros padres a hacer las compras de zapatos, medias, o cajas de colores baratas para iniciar el año escolar.
Apuradas mi abuela, mi madre y la tía Eugenia preguntaron entre los transeúntes las rutas de los buses al aeropuerto. Nos subimos con apremio a uno. Y con nosotros, un niño más pequeño que yo también se trepó profesionalmente a vender caramelos. Recuerdo que yo tenía unas ganas locas de uno de miel, pero me daba pena pedir. Pensaba que seguramente era el hambre sin desayuno.
Llegamos. Y al aeropuerto de ese tiempo lo recuerdo como una gran caja metálica, llena de balcones, con vidrios que reflejaban las montañas de en frente y el cielo intenso. Gente corriendo, arrastrando maletas como si se atrasaran a la vida o huyeran de algo.
Ahí dentro esperamos y esperamos hasta que, supongo, anunciaron que ya había que decirle adiós a la tía Eugenia. Los silencios antecedieron al llanto, y los llantos al silencio de nuevo. Sus hijos se agarraban a la camiseta de la tía a la altura del ombligo entorpeciendo la partida. Tristeza alrededor y las palpitaciones que se sentían en los abrazos se combinaban con las manos sudadas de los nervios y las lágrimas.
Yo no entendía nada. Ahora quizás un poco más.
El día de la despedida era solo el inicio de un largo éxodo de otros vecinos mi pueblito y de los pueblos cercanos, de más familiares y amigos que también se fueron a la tierra de los dólares, moneda que poco después también se convertiría en nuestra moneda.
Hoy, a todos ellos les llaman migrantes. Ahora son un número, sobre todo cuando mandan remesas, pero de sus historias nadie conoce, quizás a nadie le importan. Estos son los migrantes, aquellos que dejaron sus montañas verdes, de tonos dorados y naranjas grises por un avión.
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