miércoles, 28 de abril de 2021

Escritura creativa

 EL AMULETO

Por Isabel Guaricela

El fuerte olor a humedad delataba los años que había pasado cerrado este destartalado taller, si así se lo podría llamar, unos cuantos pedazos de madera tirados a un lado de la habitación, clavos derramados por aquí y allá, tornillos fuera de su lugar, martillo, cincel, un latón lleno de herrumbre y tiras de suelda en mal estado, era todo el menaje que se podía observar.  Estaba ubicado en un lúgubre sótano, donde la oscuridad se desvanecía medianamente gracias a los rayos de sol que se escurrían a través de las gruesas rendijas de la puerta de madera apolillada y desvencijada por los años. Hasta allí llegó don Rafael, un viejo barbado y jorobado que había trabajado como componedor de todas las cosas que se le dañaba a la gente del pueblo donde vivía, ahora ya no lo hacía, otras personas lo remplazaron con mejores herramientas y destrezas aprendidas.

 Esta vez, entró con la imagen del taller que mantenía en su memoria y aunque no correspondía con lo que veían sus ojos, sentía gran entusiasmo por el encargo recibido: debía hacer la mayor cantidad de tijeras que pudiera fabricar y en el material que eligiera. Para iniciar el trabajo, primero, ordenó el estropicio y, luego, acondicionó el lugar mejorando la iluminación con un foco colgado de un alambre enganchado de un clavo que hundió en una de las paredes; y, para menguar el frío que hacía mella a sus reumas, trajo un brasero un tanto estropeado pero que otrora había dado calor a su casa cuando su mujer aún vivía.

Le pareció algo absurdo elaborar tijeras que no cortasen, pensando hacerlas de madera. Revisó los materiales y el latón se deshizo bajo sus manos al tocar la herrumbre que lo revestía. Como no tenía tiempo ni dinero para perderlo, buscó los listones de madera y luego de limpiarlos y lijarlos rápidamente, se dio cuenta de que, dejando sus reparos a un lado, este era el material más indicado para su empresa. Manos a la obra, rebuscó entre los cachivaches lo que necesitaba para su trabajo y comenzó recortando la madera y luego dio forma a cada una de las hojas con un cincel, estaba orgulloso de su trabajo, a pesar de los años transcurridos no había perdido su habilidad para estos menesteres. Mientras lijaba cada pieza imaginaba a las personas utilizando una tijera de madera y no le encontraba sentido, mas esto no le quitó las ganas de conseguir su objetivo: fabricar tijeras lo más cercanamente parecidas a las de metal. Ensambló las hojas con un pequeño perno y utilizó suelda para disimular las imperfecciones. Lo hizo con esmero y quedó satisfecho de su trabajo: tenían la forma adecuada y aunque el material no era el indicado, pensó en que unas tijeras no solamente servirían para cortar objetos, quizá con ellas se podrían cortar penas, tristezas o pasiones.

Pasado el mediodía, luego de una semana de trabajo, vio llegar hasta su puerta a doña Laura, la matrona del pueblo, viuda del único médico del lugar, quien había heredado la profesión de su marido; era la persona que le hizo tan singular encargo. Presuroso don Rafael, las recogió y las dispuso ordenadamente sobre la única mesa del taller. Se acercó la mujer con dificultad apoyada en su bastón y cuando las vio, abrió sus ojos como platos, sus manos las acariciaron, las encontró suaves, sedosas y el olor a madera inundó sus sentidos. Levantó su rostro, y cuando los ojos de la anciana se encontraron con los del viejo le agradeció y pagó el trabajo con una inmensa y tierna sonrisa y un Dios le pague. El hombre se quedó absorto y en silencio vio como se alejaba doña Laura con el encargo bajo el brazo. Durante el camino de regreso a su casa, la anciana advirtió la ventana abierta de la muchacha que era consumida por el insomnio, el jardín estropeado y seco de la madre que había perdido a su hijo y desde entonces era presa del dolor; la puerta entreabierta del hombre que había sido traicionado por su mujer y ahora vivía esperando su regreso. 

Ya en su casa, la viuda del médico empacó cada una de las tijeras en cajitas individuales. Estaba segura de que lo que no se podía curar con agua de hierbas, jarabes y comprimidos que heredó de su marido, quizás las tijeras servirían para aliviar los sufrimientos de la gente que acudía a ella. Lo había descubierto hace mucho tiempo, cuando ella, sin proponérselo, llevó en su bolso unas tijeras que las utilizó para terminar con el opresor y dominador en el manicomio donde fue encerrado su marido y los primeros habitantes del lugar que fueron confinados para prevenir la epidemia de ceguera que atacaba al pueblo. Al inicio de ésta y sin pensarlo dos veces, ella se unió al grupo de su marido fingiendo que también estaba ciega, pero fue con sus tijeras y con todo su valor que degolló al ciego que, comandaba una pandilla y, ejercía el poder en el lugar por poseer un arma de fuego para apropiarse del alimento, el pudor de las mujeres y la esperanza de salir con vida de todos los que llegaban a este confinamiento. Desde aquellos días, la mujer confió en las tijeras como un amuleto protector de su vida y la de los que amaba.

Es así que ese día, un tanto soleado, se dedicó a dejar un par tijeras a cada uno de quienes la habían visitado con la intención de mejorar sus males: a la muchacha que padecía insomnio le sugirió colocarlas debajo de su almohada con las hojas abiertas para cortar las pesadillas que la perseguían y los pensamientos que no la dejaban descansar. De igual forma, entregó a la mujer que había perdido a su hijo, esta vez las tijeras debía ubicarlas con las hojas juntas para cerrar el ciclo de vida de su hijo y para que descansara en paz; al hombre que fue traicionado por su mujer, le indicó que las pusiese con las hojas abiertas con el significado de que le dejaba el camino abierto y él la soltase de su corazón. Así fue de casa en casa hasta que se le terminaron. Concluida esta tarea, la mujer sintió un gran sosiego, parecía que había descargado todo el peso que sus clientes habían acumulado en sus espaldas. Pero su contento fue mayor cuando al cabo de un mes se dio cuenta de que las personas recobraban, uno a uno, la sonrisa y el bienestar espiritual que tanto deseaban.

 

  

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