El niño que se comió a la luna
por Marie Piedra
Todavía era de noche cuando le llamó la abuela. Abrió los ojos, se levantó y se acercó al fuego que seguía prendido. Entre sueños acogió en sus manos el pilche de guayusa caliente que le brindó ella. Con mucho cuidado, procedió a lavarse las manos y la cara. Tomó un bocado del líquido hirviendo y se enjuagó la boca. Sentía como el calor le iba despertando, trayendole claridad a pesar de la hora temprana. Después de que la abuela le sirvió más guayusa, se sentó a observar en silencio el recipiente casi lleno mientras conversaban los adultos.
Mientras tanto, la luna miraba pensativa cómo se despertaba la aldea. Veía a las abuelas avivar el fuego, poner a hervir el agua con plantas y llamar a sus hijos, nietos, bisnietos, y tataranietos. Les escuchaba contar sus sueños, tomar consejos y planificar su día.
- Abuelita, soñé que me comía a la luna. Era bonita, toda blanca y redonda y brillante, ¡Y me la tragaba entera!
- Eso es buena señal, contestó la abuela. Cuando seas grande, te vas a casar con una mujer tan hermosa como la luna.
Mentira, pensó entre sí la luna. ¿Cómo me va a poder tragar un niño tan pequeño, a mí que soy tan grande? Le miraba y se reía de verle ahí, tan diminuto como un zancudo. Cuando advirtió entre sus manos un minúsculo puntito blanco, redondo, que brillaba de una luz tan familiar que le entró como la sombra de una duda. Se esforzó para ver mejor y alcanzó a distinguir, alrededor del círculo blanco, los destellos de las mismas estrellas que bailan en el cielo nocturno. Y todo eso, ahí, en las manos del niño, quien de repente alzó su pilche, y sin advertir el grito de espanto de la luna, se la tragó enterita, junto con toda la noche y su perfume a guayusa.
Así fue como amaneció ese día, y todos los días después, y por eso se siempre se toma la guayusa bien de madrugada.
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