Por Vivi Buitrón Cañadas
La mujer cangrejo
En el día de la distribución de los astros para habitar estaban varios seres mitológicos haciendo una fila y discutiendo el lugar de selección. Unos fueron llevados a Marte, a Venus o incluso tan lejos como hasta Alfa Centauri.
La mujer cangrejo, ella de cabellos largos y ligeros, eligió la Luna, lo más cercano a la Tierra posible porque había entendido que su tarea era enseñar a los hombres y a las mujeres el arte de las emociones. Entonces, la Luna era lo más apropiado, además de por pura vocación de su oficio, para también ser contemplada de cerquita.
Cuando la mujer cangrejo alunizó se tropezó con sus ocho patas con ocho rocas diferentes en ocho segundos seguidos. Caminaba despacio con consciencia de todos los movimientos de sus articulaciones. Para evitar tropiezos nuevos, retiró del camino el resto de material rocoso con sus dos fuertes tenazas para arreglar el sitio escogido que estaba hecho girones. De hecho, el suelo lunar estaba todo lleno de polvo. Un cráter por acá, otro por ahí y uno más allá.
Para el reconocimiento del lugar, la mujer cangrejo se dio una vuelta por todo el ecuador lunar identificando donde mejor le venía quedarse para cumplir su misión. Se dio cuenta que la cara más bonita y luminosa siempre daba hacia la bella esfera azul que alberga a sus hombres y mujeres. Era el sitio perfecto para admirar y observar a la errática humanidad. En cambio, la cara jamás oculta a la Tierra pensó reservarse para ella sola y su intimidad. Este era un buen refugio para recargarse estelarmente, trenzar su cabello o llorar sus penas.
Entre las cosas que llevó consigo la mujer cangrejo estaban unas hierbas amargas (eucalipto ruda, santa maría) y otras hierbas dulces (canela, hierba luisa, cedrón), regalos de Hera y Afrodita. Así que, las amarró bien con un listón de su pelo y barrió la luna para dejarla limpia y fragante.
Su tarea de las emociones le gustaba, aunque representaba una carga infinita de energía que tenía que descargar todos los ciclos lunares. Si no lo hacía, podía morir. Así aprendió una lección para ella y para las personas: “Hay que aprender a sacar las emociones en el momento adecuado, sino se atoran en todos los lugares posibles del cuerpo, desconectándonos de los afectos, conteniendo nuestros fluidos y apagándonos nuestras sensaciones y deseos.”
Además de las hierbas y otros místicos elementos, la mujer cangrejo atesoraba un rubí. Esta gema preciosa fungía de espejo, aunque también con ella se divertía en los días de eclipse lunar. En sus manos estaba hacer parecer la luna roja por una suerte de juegos de luz solar, el rubí y la interposición planetaria. Toda una perfecta composición.
La mujer cangrejo reconoció que luego de los eclipses eran los mejores momentos para averiguar la vida a través del rubí. Y, aunque lo seguro es que no hay designios y que la historia la hace la humanidad en permanente transformación, el rubí atesoraba y reflejaba imágenes del alma para abrigarla: “Hay que ser como el agua en los ríos que, aunque va encontrándose piedras en el cauce y se golpea fuertemente, cambia de dirección constantemente. El río es bello por el agua que recorre caminos, formando meandros y recovecos en medio de paisajes montañosos, bosques fecundos, selvas exquisitas. El río es bello, entonces, porque, superando dificultades, fluye en todos los ambientes y a pesar de todo.”
Así, la mujer cangrejo le encontró utilidad a los eclipses desde el inicio de los tiempos, además de disfrutar de las caras de luz y sombras de la Luna, mientras barría constantemente el polvo estelar. Dicen que las primeras huellas en la Luna fueron las de los astronautas, pero es mentira. Las primeras huellas sobre el terreno lunar fueron las de la mujer cangrejo y de las escobas de hierbas amargas y dulces.
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