domingo, 12 de abril de 2015

LAPIDOSA NOCTURNA



Por y para Sebastián

Era una cama de plaza y media con las tres cobijas más suaves posibles de hallar en el mayor cajón del armario de cosas desusadas. Y es que era la primera vez que ellos no estarían cuando terminara el ritual de aseo en el que cada detalle puede trascender: las cerdas del cepillo con los gramos exactos de pasta refrescante después de la ducha aquella que deja manchas rojas informes, y de tres cuartos de vaso de leche tibia para un sueño con cantidades exactas de calcio. Ya estuvo el cepillo y la pasta, una ropa ligera, un número determinado de sujetos afelpados para que disfruten de mi compañía o más bien para que acompañen a los párpados cuando vayan más pausados y vuelvan a aparecer las luces rojas-verdes que en algún momento intentaban distraerme con sus movimientos entrecortados. De repente llega un ruido sordo que golpea la ventana atravesando las grandes rejas y resonando con las vibraciones graves de un bajo que se tocaba sólo cuando la lapidosa chocaba a velocidades altas aún teniendo baja estatura. Un escalofrío se apoderó de mi cuerpo, y ahora era el escalofrío quien desde ahí en adelante temía que las alas de la lapidosa nocturna y gorda lograran abrir la ventana para entrar y atacar al escalofrío que quería deshacerse en sudores para que vuelva a ser yo y no él quien tuviera miedo al cosquilleo de esas alas en la piel entrecobijas.

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