Por y para Sebastián
Era una
cama de plaza y media con las tres cobijas más suaves posibles de hallar en el
mayor cajón del armario de cosas desusadas. Y es que era la primera vez que
ellos no estarían cuando terminara el ritual de aseo en el que cada detalle
puede trascender: las cerdas del cepillo con los gramos exactos de pasta
refrescante después de la ducha aquella que deja manchas rojas informes, y de
tres cuartos de vaso de leche tibia para un sueño con cantidades exactas de
calcio. Ya estuvo el cepillo y la pasta, una ropa ligera, un número determinado
de sujetos afelpados para que disfruten de mi compañía o más bien para que
acompañen a los párpados cuando vayan más pausados y vuelvan a aparecer las
luces rojas-verdes que en algún momento intentaban distraerme con sus
movimientos entrecortados. De repente llega un ruido sordo que golpea la
ventana atravesando las grandes rejas y resonando con las vibraciones graves de
un bajo que se tocaba sólo cuando la lapidosa chocaba a velocidades altas aún
teniendo baja estatura. Un escalofrío se apoderó de mi cuerpo, y ahora era el
escalofrío quien desde ahí en adelante temía que las alas de la lapidosa
nocturna y gorda lograran abrir la ventana para entrar y atacar al escalofrío
que quería deshacerse en sudores para que vuelva a ser yo y no él quien tuviera
miedo al cosquilleo de esas alas en la piel entrecobijas.
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