Por Vanessa Padilla
Siempre tuve mucho miedo de saltar, creía que al despegarme del suelo podría ir a parar muy lejos, claro que ese miedo como tantos otros sólo causaba las risas y burlas de los otros que eran siempre más altos y fuertes, y por supuesto, que saltaban tan alto, pero volvían al piso sin tambalear como yo. Observaba con atención seres saltarines que no tenían miedo, las ranas saltaban felices, su desplazamiento era una maravilla a mis ojos y sin embargo, yo no lograba dar ni un pequeño brinco sin tembladera, los saltamontes eran hermosos también, ellos eran un ejemplo a seguir, su monte y mis montanas no se comparaban, yo tenía los Andes… y mucho miedo, con quien podría, tal vez, identificarme mejor sería una pulga, chiquitita, nadie la quiere cerca, y no sabe ni ella misma para dónde salta, en fin, entre tanta burla y piernas cortas pensaba que el salto no se hizo para mí, las reglas del juego fueron claras: quien saltara con más gracia y ritmo… y más veces ganaba, pero para mi des-gracia no coordino bien mis piernas, quiero adelantar un pie pero se adelanta el otro, si me impulso con la derecha la izquierda se me adelanta, después dejé de sentirme acomplejada por tanta falla, jugar el juego de los otros no funcionaba porque a las reglas nunca las entendí, el ritmo no lo marcaba yo, y claro las burlas sólo me paralizaban, hasta que salté porque la vida es ese salto al abismo, no importaba más a dónde iría a parar, si caigo de pie o de cabeza, si luego me levanto, si duele… saltar es como tener alas, es topar el cielo un ratito, es volar, es soñar, es vivir, les agradezco las burlas a los grandulones que me forjaron el carácter, y aprendiendo a reírme de mí misma, sigo temblando pero me sirve para coger impulso, tal vez el miedo nunca se vaya pero no me detiene, me ayuda a tener precaución, y sobre todo, mientras estoy volando me siento viva como una pulga, un saltamontes o una rana.
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