Las señoras deidades y la niña churona
Por Andrea Enríquez
Desde la torre más alta de la casa, las dos mujeres veían a toda la gente en el patio, riendo, comiendo, excediéndose; era un espectáculo dionisiaco. La del vestido blanco mencionó que tanto exceso llevaría a la humanidad a un precipicio de ignorancia ya que, al verse sumidos en sus vicios y placeres, estaban olvidando cómo cuidar de sí mismos. La mujer del vestido negro la objetó con sutileza, sin quitar la mirada sobre un pequeño grupo de mujeres que yacían en el patio, dijo a la mujer del vestido blanco: - Lo que más me preocupa de esta desmesura, es que están olvidando que saben hacer magia, se están consumiendo en sí mismos y acabando con su facultad de dar vida.
Una carcajada a la distancia sacó del estado contemplativo en el que se encontraban las dos mujeres, retiraron su mirada rápidamente de las personas del patio, para encontrarse con la mujer del vestido rojo, siempre tan imponente con su presencia y voz. Al parecer, algo que dijo la mujer del vestido violeta, quien estaba a su lado, la había hecho reír.
Las cuatro mujeres se reunieron a unos pasos del borde de la torre, en un espacio en donde el sol y la luna no llegaban. La mujer del vestido violeta suspiró largamente, para finalmente decir: - No debí haberme ido, todo este caos ha sido causado por el desequilibrio de mi ausencia. - La mujer del vestido rojo volvió a reír. Dijo, dirigiéndose al grupo: - Deja de culparte, los seres humanos tienen todas las cartas en sus manos. Cada una de nosotras les entregó las opciones, les mostramos los caminos. Eso que vemos ahí abajo, es consecuencia de sus decisiones, no de nuestra existencia. –
Mientras el poderoso eco de la voz de la mujer del vestido rojo se apagaba tras su última frase, unas bolitas de cristal comenzaron a caer desde la cubierta de la torre. Las cuatro mujeres sorprendidas suspendieron su mirada hacia el tumbado, para encontrarse con una niña pequeña, de churos negros, colgada de la viga de la estructura que tenían por sobre sus cabezas.
La niña viéndose descubierta, solo acertó a decir: -Disculpen, ¿me pueden pasar mis canicas, por favor?-. La mujer del vestido blanco sonrió por su sinceridad, la mujer del vestido negro supo inmediatamente que las canicas guardaban magia en su interior; la mujer de rojo río fuertemente mientras elevaba sus brazos para alcanzar a la niña. La mujer del vestido violeta, estaba perpleja. Las cuatro mujeres, algo alborotadas aún por la peculiar intromisión, pidieron a la niña que les explique cómo fue que subió hasta ahí y, principalmente querían saber, quién le dio las canicas.
La niña les explicó que, a la luna rosa se le habían caído de su bolsillo, que ella las recogió y que estaba ahí porque no sabía como devolverlas.
Por Andrea Enríquez
Desde la torre más alta de la casa, las dos mujeres veían a toda la gente en el patio, riendo, comiendo, excediéndose; era un espectáculo dionisiaco. La del vestido blanco mencionó que tanto exceso llevaría a la humanidad a un precipicio de ignorancia ya que, al verse sumidos en sus vicios y placeres, estaban olvidando cómo cuidar de sí mismos. La mujer del vestido negro la objetó con sutileza, sin quitar la mirada sobre un pequeño grupo de mujeres que yacían en el patio, dijo a la mujer del vestido blanco: - Lo que más me preocupa de esta desmesura, es que están olvidando que saben hacer magia, se están consumiendo en sí mismos y acabando con su facultad de dar vida.
Una carcajada a la distancia sacó del estado contemplativo en el que se encontraban las dos mujeres, retiraron su mirada rápidamente de las personas del patio, para encontrarse con la mujer del vestido rojo, siempre tan imponente con su presencia y voz. Al parecer, algo que dijo la mujer del vestido violeta, quien estaba a su lado, la había hecho reír.
Las cuatro mujeres se reunieron a unos pasos del borde de la torre, en un espacio en donde el sol y la luna no llegaban. La mujer del vestido violeta suspiró largamente, para finalmente decir: - No debí haberme ido, todo este caos ha sido causado por el desequilibrio de mi ausencia. - La mujer del vestido rojo volvió a reír. Dijo, dirigiéndose al grupo: - Deja de culparte, los seres humanos tienen todas las cartas en sus manos. Cada una de nosotras les entregó las opciones, les mostramos los caminos. Eso que vemos ahí abajo, es consecuencia de sus decisiones, no de nuestra existencia. –
Mientras el poderoso eco de la voz de la mujer del vestido rojo se apagaba tras su última frase, unas bolitas de cristal comenzaron a caer desde la cubierta de la torre. Las cuatro mujeres sorprendidas suspendieron su mirada hacia el tumbado, para encontrarse con una niña pequeña, de churos negros, colgada de la viga de la estructura que tenían por sobre sus cabezas.
La niña viéndose descubierta, solo acertó a decir: -Disculpen, ¿me pueden pasar mis canicas, por favor?-. La mujer del vestido blanco sonrió por su sinceridad, la mujer del vestido negro supo inmediatamente que las canicas guardaban magia en su interior; la mujer de rojo río fuertemente mientras elevaba sus brazos para alcanzar a la niña. La mujer del vestido violeta, estaba perpleja. Las cuatro mujeres, algo alborotadas aún por la peculiar intromisión, pidieron a la niña que les explique cómo fue que subió hasta ahí y, principalmente querían saber, quién le dio las canicas.
La niña les explicó que, a la luna rosa se le habían caído de su bolsillo, que ella las recogió y que estaba ahí porque no sabía como devolverlas.
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