miércoles, 23 de febrero de 2022

Escritura creativa

Por Marco Moreno 

Se siente como una larga historia la de la evolución de la lagartija.

Aunque todo ese pensamiento ya es obsoleto, en aquellos días se utilizaban rocas para ahuyentar a aquellas artimañas. 


No importa cuantas veces se les apedraba en un día, al siguiente había el doble, todo el asunto de seguir lanzando rocas parecía innecesario. Sin embargo, cuando empezaron a aparecer lagartijas más grandes, se empezaron a utilizar catapultas para arrojarles piedras más grandes. Estos aparatos nos permitían lanzar rocas a mayores distancias. 


Aquellos días de mi infancia fueron muy inciertos. 


Las capacidades de adaptación de las lagartijas era impresionante, era como si mientras más rocas se les arrojara, más fuerte, rápidos o inteligentes se volvían. 


Nosotros no fuimos capaces de mostrar las mismas capacidades adaptativas ni de aprovechar la oportunidad ya que solo nos dedicamos a crear artefactos para arrojar rocas más grandes a mayores distancias.


El rey proclamó que todas las personas capaces deberán dedicarse a la producción de estos aparatos y quienes no puedan deberán ser encerrados. Desde ese entonces todos los artesanos, carpinteros, herreros y hasta los sastres se dedicaron a la producción de catapultas y artefactos similares.


Mientras que las lagartijas respondieron volviéndose más rápidas y fuertes. Era como si el destino beneficiara a estos reptiles. 


Debido a la ansiedad, me comenzó a dar fiebre en las noches, no podía dejar de pensar si las lagartijas eran solo un obstáculo o verdaderos enemigos.


La situación era un enigma y nadie sabía con certeza lo que sucedería, el rey volvió a proclamar una serie de normativas para la construcción de artefactos que permitieran lanzar rocas aún más grandes.


El pueblo comenzó a mostrar su voluntad disgustada, uno de los sabios dijo que solo se solucionaría el problema llegando al núcleo del asunto y no arrojando más rocas, un líder local sugirió solicitar ayuda al extranjero.


A pesar de mis nervios y de sentirme disperso decidí hablar y sugerir que dejen entrar a una lagartija en el pueblo para ver qué es lo que buscan. El sabio apoyó mi idea y el pueblo quedó convencido.


Al día siguiente se dejó entrar a una de las lagartijas, la cual se dirigió con presteza al castillo del rey, se presentó ante él con un decreto para que ya no se les arrojara rocas.


Desde ese día ya no se les arroja rocas a las lagartijas.


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