“Cuando acabo de cortarme las uñas o lavarme la
cabeza, o simplemente ahora que, mientras escribo, oigo un gorgoteo en mi
estómago,
me vuelve la sensación de que mi cuerpo se ha
quedado atrás de mí
(no reincido en dualismos pero distingo entre yo y
mis uñas)
y que el cuerpo empieza a andarnos mal, que nos
falta o nos sobra…”
Julio Cortázar
Un organismo cuyo espesor puede ser mucho más sutil que un garabato;
una figura de consistencia suave que rechaza el manoseo infractor de cualquier
extraño, sea éste taxista, busero, transeúnte o familiar; una configuración de
volumen y espesor que acusa de una niñez excedida sin posibilidad de defensa y
aunque el desapego a la apariencia tenga una expresión impávida e imperativa,
el rostro tiene un semblante de quietud.
El dolor de cabeza gimotea por la ineficacia y falta de astucia para
tomar una decisión o resolver un conflicto, la envoltura expide en sus poros un
sudor que lava las letras delatoras de las caricias cuando chocan con el límite
que separa al yo del otro, estas emotivas delicias no se multiplican a menos
que los miedos cobren flexibilidad y permitan el roce antes de que el tiempo o
el espacio se achiquen e intimiden el despliegue de afectos desenfrenados.
Con la misma densidad de una figura sumisa, la membrana tiene en su
recuerdo la pasividad del momento y la extrañeza arrinconada de lo que envuelve
pero no logra contener.
El yo trae consigo una tez que limita lo intrínseco con lo que está
fuera; el forro que posibilita el contacto con el otro constituye a la vez la
frontera precisa que los separa; la piel es un lienzo en el que cada pelo del
pincel puede enajenarse y competir disipadamente con los matices de aquella que
aún pálida y monótona es tan cambiante que su gradación no tiene límites.
La piel, los poros, el sudor, la forma, la fragilidad, lo vulnerable,
lo sensible y lo insensible, el olor, la textura, el contacto con otros seres u
objetos, lo sensorial, el frío, el recorrido del agua, los sonidos del cuerpo,
sus fragmentos, el cuidado, la caricia, el color, la sangre, los procesos, la
construcción del cuerpo, todos estos elementos son el soporte ideal para la
producción artística y podrían volverse tema y obsesión.
Habría que prescindir del cuerpo para negar que produce
persistentemente deseos, que es el medio por el cual se consuma la voluntad, el
instrumento, el obstáculo, el contenedor de lo subjetivo, la sensualidad, lo
efímero, lo etéreo, lo frágil, lo dotado de ánima o lo desanimado, lo que puede
o no tener vida, lo dominante, lo propenso a la seducción, la envoltura del yo,
el yo mismo.
La pertenencia del propio cuerpo es algo de difícil certeza, los
tabúes que enajenan mediante las vetas de la cultura no permiten saber si esta
mano es mía o de alguien más, teniendo que usar la otra para topar a la
anterior y así confirmar que se sujeta al antebrazo, por lo tanto
deliberadamente es parte del yo (fragmentable sin medida).
Cuando no se logra sentir cada parte del cuerpo, el otro interviene en
la percepción corporal, ¿Pero quién es dueño del maquillaje que pretende disfrazar
los defectos del semblante? la postura aparece oculta y evidente a la vez, es
el cuerpo con el otro cuerpo, es el cuerpo que con el tiempo no es el que fue,
es el cuerpo por el cual recorren los minutos, es el cuerpo dispuesto a
regalarse, complacerse, extasiarse.