Por Viviana Buitrón C.
Ya somos divinos
En esos lugares que se describen como el paraíso, el olimpo o el culmen de lo sagrado son los espacios desde donde las divinidades (o como las llamen) observan cautas a los seres humanos. Uvas, vino, panes frescos y calientes sobre mesas largas y deliciosamente decoradas están dispuestas a gusto exquisito con unas cortinas altas que dejan pasar la luz necesaria del sol y de las otras estrellas. Antes no era así ese espacio divino, pero es tanto lo que se cuenta en las mitologías inventadas por la historia que las divinidades decidieron un día hacer ciertas esas abundancias.
En uno de los rincones de ese paraíso estaba la Divinidad Caeli sentada sobre una alfombra de las fibras persas más finas. Estaba tan melancólica viendo cómo esos seres casi perfectos sobre la Tierra eran a la vez tan erráticos en sus comportamientos. Se cuestionaba sobre si acaso no bastaba con haberles dado sabiduría para discernir lo bueno de lo impuro, o salud para vivir una vida larga dedicada a buscar la verdad.
Ese sufrir divino fue intuido por la Divinidad Aqua quien había dado a los seres humanos una combinación muy peligrosa en su esencia: la inteligencia y la mística. En un primer momento estas dos pueden parecer contradictorias. Sin embargo, ellas son la fuente donde radica lo racional y lo bendito de la vida. Y así Aqua se unió a la discusión, aunque en una actitud bastante menos preocupada, pues entendía que en la contradicción y en los intentos humanos para resolverla radica el caminar y los flujos de la existencia.
Aun así, Caeli insistía en su preocupación en cómo en tan poco tiempo esas creaciones se habían repartido el poder entre poquitos, dejando a la mayoría de sus pares desnudos y expuestos.
“Quizás esto se lo debemos a la Divinidad Bellum”, decía D2. Pues Bellum, cuando el inicio de todo, había puesto en la receta del ser humano pasiones y energías infinitas. Además, había hecho alarde de haberles entregado la estrategia de la guerra, el trueno y la sensualidad del baile y de la música.
Bellum escuchó su nombre y tales acusaciones, pero no estuvo de acuerdo con ellas. Sus dones no podrían ser medidos entre la bondad y la maldad. Esta Divinidad pensaba que no hay quien, por más estoico que sea, que no baje las armas ante la exuberancia frenética de los cuerpos en movimiento, ya sea en las batallas o en los encuentros de las danzas. Así, sentenció que, lo que sea que estuviera pasando allá abajo con los humanos, su culpa solamente no podía ser. Agregó que esas criaturas no habían aún entendido el poder de combinar equilibradamente todo lo que se les había sido entregado, incluso lo que la Divinidad Fertilitatis había otorgado.
Fertilitatis les había dotado de sentimientos elevados, como la delicadeza y la feminidad, tanto a hombres y mujeres por igual. Por decisión propia no les entregó amor, pues había dicho que eso tan importante no podía venir por defecto. Así que les dio la capacidad de construirlo, de sentirlo y reconocerlo para que así valga la pena tenerlo.
Desde un inicio, Fertilitatis no hizo mucho esfuerzo en poner atención a la discusión; parecía ni inmutarse. Las otras Divinidades vieron que estaba en estado de meditación, como siempre a inicios de la semana. Prefirieron ni molestarla. Esto dejaba en claro que, para ella, ocuparse de cosas humanas, tan materiales, eran banales ya no eran asunto suyo.
Durante la discusión no se dieron cuenta que detrás de las altas cortinas estaba un pequeño humano. Los custodios del cielo lo habían enviado a la sala de las Divinidades para que se despidiera de ellas, ya que esa noche de luna rosa debía ser enviado a la Tierra.
El niño había escuchado toda la conversación de las Divinidades. No entendió muy bien lo que significaba todo eso para su viaje obligado, pues su libro de la vida aún estaba en blanco. Se notaba algo asustado porque la Tierra no parecía ser un lugar del todo agradable.
Aqua lo vio y lo levantó en sus brazos para calmarlo un poco. Le dijo que él se iba del cielo con toda la receta completa de los dones divinos, pero que, para que los pueda disfrutar correctamente, debía descubrirlos, trabajarlos y entrenarlos con el tiempo.
“En la tierra nada es fácil, aunque tampoco es tan complicado como los humanos adultos lo quieren hacer ver”, le susurró de manera divertida al niño.
Además, le aconsejó usar todo con sabiduría, recalcándole que no se hace nada con la sensualidad o la inteligencia solas si no se pone todo el contingente de justicia en las decisiones de la vida y en la selección de los placeres. También le dijo que se iba a encontrar con la guerra entre los pueblos, o con batallas cotidianas entre las necesidades del cuerpo y del alma, todas ellas justificadas por amor, o lo que los seres humanos en la Tierra creen que es el amor. Fertilitatis rió.
Aqua bajó de sus brazos al humano pequeño, pues era su hora de partir. Caeli, Bellum, Fertilitatis y Aqua lo besaron en sus pequeños pies vestidos de escarpines blancos, indicándole así el inicio de su camino terrenal. Le recalcaron que no se preocupara más por lo que había escuchado. De hecho, al nacer en la Tierra, los bebés de humano se olvidan del conocimiento divino hasta que, con el tiempo, lo vuelven a entender.
Aqua añadió que, en el caminar de la vida allá abajo, encontraría gente con una fuerza casi divina y más adelantados en la vida que le acompañarían en la búsqueda de la verdad y en la realización de la justicia. No todo puede -ni debe- ser explicado desde lo sagrado, porque hay cosas que ya no pertenecen a lo divino cuando tocan el suelo. Así, no todo puede -ni debe- resolverse en lo etéreo y abstracto solamente, sino que son cuestiones terrenales a ser resueltas desde lo humano que, en su génesis, ya es divino.